Fui al cine esperando una comedia costumbrista más. Imaginé a Suar en situaciones desopilantes, esa fórmula conocida que garantiza al menos un par de carcajadas. Pero Mazel Tov me sorprendió: es, sin exagerar, la mejor película que le vi.
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Hay humor, claro. Pero también emoción, melancolía, y un retrato íntimo de los vínculos familiares atravesados por el duelo. Suar muestra su amor por el humor judío y su admiración por el cine norteamericano, y logra algo muy valioso: hacernos reír, sí, pero también tocarnos una fibra sensible.
La historia arranca con una muerte, y con ella, el clásico desarme de una casa familiar. Se puede pelear por un negocio o por una vieja foto, da igual. Lo que importa es lo que late por debajo: heridas viejas que vuelven, cuentas pendientes, afectos enquistados. Todo eso está en la película, y está bien hecho.
Uno de los momentos más conmovedores lo protagoniza Benjamín Rojas: su personaje recuerda que tenía siete años cuando murió su madre, y que mientras sus hermanos mayores se ocuparon de la más chica, él quedó solo. Esas frases mínimas, dichas sin grandilocuencia, son las que te agarran desprevenido.
Mazel Tov se apoya en tradiciones judías —el entierro, una bat mitzvá, el casamiento en duelo, los Shloshim— pero habla de algo universal: la familia. Podría ser italiana, española, armenia. Poco importa el origen cuando se trata de vínculos. Hay escenas que podrían pasar en cualquier casa: hermanos que discuten, padres que se meten, silencios que duelen.
Entre los mejores momentos de la película están los diálogos entre el hijo menor y su novia asiática, a quien le traduce absolutamente todo (incluso los gritos). Y la escena en la que la pareja de Daniela enconada por Natalie Perez intenta pronunciar “tzures” (desgracias, en idish) es sencillamente deliciosa.
En cuanto al elenco, brillan Fernán Mirás y Lorena Vega. Ella, una vez más en el rol de psicóloga, se luce con un monólogo sobre lo que desea una mujer a su edad. Breve, certero, potente. De esos que dan ganas de aplaudir en la sala.
Suar habla de lo que conoce: la colectividad judía de clase media argentina. Y lo hace sin bajar línea, sin buscar la corrección política. Por eso algunos comentarios críticos —como el de Página 12 que lo acusa de moverse solo en paisajes gentrificados— suenan más a molestia con su público que con su obra.
¿Es pecado, hoy, hablar de la clase media? Así estamos, en tiempos donde cualquier gesto es puesto bajo lupa por el termómetro woke.
Yo la recomiendo. Para quienes son judíos y para quienes no. Para quienes quieran asomarse, desde la risa y la emoción, a una historia que en el fondo es de todos.