Israel

7 de octubre: el día que nos atravesó la historia

Fuente: https://www.elsol.com.ar

Por Jorge Hirschbrand

No tengo la menor idea de cómo arrancar esta columna. Hace exactamente un año que la vengo pensando, cuando un 7 de octubre me perforó de por vida. Y no me sale. La ensayé cientos de veces. La borré la misma cantidad. No sé cómo explicar lo que implica esta fecha. Por eso sólo puedo escribirlo. No hay chances de decirlo o de leerlo. No me sale. Es tan personal –y en primera persona-. Y, a la vez, es colectivo. Lo comparto, por suerte, con millones de personas. Muchísimas menos de las que hubiese deseado. Si pronuncio tres palabras seguidas me quiebro, hiperventilo y se me empaña la mirada. Angustia y ansiedad. Y vuelvo a sentir lo mismo que hace exactamente 365 días. Esa madrugada en que Damián me mandó un mensaje que decía “mirá lo que hicieron estos hijos de puta. Hay que contarle al mundo lo que está pasando”. Después de eso, fotos y más fotos; videos que recorrían las redes sociales. Cuerpos mutilados, desmembrados, quemados, secuestrados, violados. Jóvenes, ancianos, niños, familias arrasadas por la locura del fundamentalismo islámico.

Sigo escribiendo. Es el único recurso válido para abstraerme. De lo contrario, es imposible. Es un nudo en la garganta, como el que sentí hace unos días en Rosh Hashaná (Año Nuevo judío), cuando intenté esbozar una bendición para los jaialim (soldados de las Fuerzas de Defensa de Israel). No me salió. No pude. Lo sentía, lo quería hacer. Fue imposible. Pensaba en esos hermanos, primos, amigos, tíos, sobrinos, vecinos, hijos. Son integrantes de un ejército que sale del pueblo y que están defendiendo mucho más que las fronteras de un país. Están dando la cara por una herencia cultural; por seguir existiendo en un occidente que apueste al progreso, a la ciencia, a la libertad de elegir y disentir; contra la irracionalidad fanática, los totalitarismos y la complacencia cobarde. Ellos permiten que millones de familias podamos seguir celebrando nuestras costumbres, nuestras tradiciones, sin que ningún energúmeno quiera imponer cómo hay que vivir o que piense que existe superioridad racial. Es una guerra de civilizaciones.

Después de ese mensaje, todo se desmoronó. Fue un golpe duro, pero no de nocaut. No hay manera de que eso ocurra. ¿Cómo pasó? ¿Por qué pasó? La peor matanza de judíos desde el Holocausto.

 
Le escribí desesperadamente a un amigo israelí que no sé de qué trabaja. “Qué pasó”, fue el mensaje. “Fallamos”, fue la respuesta.

¿Qué habrán visto mis bisabuelos en la década del ’30 para abandonar Alemania y huir hacia Argentina para convertirse en la segunda tanda de gauchos judíos que llegaban a Entre Ríos? Tal vez hayan sido imágenes semejantes al horror que entraba por mi celular.

“Decidimos venirnos porque en Alemania ya no me dejaban jugar al fútbol ni ir a la pileta del club porque era judío”. Esas fueron todas las palabras que, durante los más de 20 años que pude disfrutarlo, el opa (abuelo en alemán) habló sobre el tema. A la oma (abuela), ya grande y con menos filtro, una vez se le escapó la historia de su primo, que prendió fuego la casa con toda su familia adentro cuando supo que la Gestapo había llegado para volver a llevárselos. Como en Masada para no caer ante los romanos, una familia alemana había hecho lo mismo ante los degenerados nazis. Morimos como queremos. No nos matan más.

 
Mis otros abuelos tampoco hablaban del asunto. Ni falta que hacía. En el taller de su tapicería, mi abuelo tenía una banderita de Israel recortada de un diccionario junto a una imagen de Moisés que había sacado de la misma encuadernación. Al lado -así de ecuménico era-, una estampita de San Cayetano.

Es parte de nuestro ADN. Historias de persecuciones, exilios e intentos de aniquilamiento. Es el judío que el mundo se acostumbró a ver. El judío que les gusta. El sumiso, el que pide permiso para vivir; el que evita levantar la voz.

Eso se terminó hace décadas. Se terminó el 14 de mayo de 1948. Se terminó cuando David Ben Gurión declaró la independencia del Estado de Israel en el territorio histórico y bíblico del pueblo judío; cuando convirtió en realidad la esperanza milenaria de ser un pueblo libre. Autodeterminación.

 
En este año gané amigos. Muchos. Aquellos que a veces con un mensaje en las redes o con respetuoso silencio acompañaron. Los que se interiorizaron por conocer la historia y ver, por primera vez, dónde estaba Israel dentro de un mapa. Los que tomaron como suya la bandera en contra del antisemitismo y militan con fervor una causa justa. Los que, incluso con humor, hicieron saber que estaban presentes. Me hice más admirador de Andrés Calamaro y disfruto mucho más del humor de Jerry Seinfeld. Talento, fuerza y valentía.

Perdí un montón. Canallas que estaban agazapados y deseaban algo así; que esperaron el momento oportuno para salir del closet y mostrar sus dientes y sus garras. Los que defienden teorías conspirativas y rozan la estupidez. Los que suponen que los judíos se quieren quedar con la Patagonia y que Mekorot (la empresa nacional de agua israelí que asesora en Mendoza) se quiere robar el agua. “En botellitas de medio litro. Ya tengo algunas guardadas en mi casa”, suelo responder a semejante idiotez.

Perdí amigos dentro del judaísmo. Temerosos y pusilánimes que traicionan sus raíces por conveniencia personal. Te hablo a vos, a vos y a vos. A los que miran hacia otro lado ante el antisemitismo en ebullición por miedo al qué dirán. Ellos dejaron de ser judíos.

 
El maravilloso escritor Marcelo Birmajer tiene una definición que devino en abstracto. “Hay mil formas de ser judío, ninguna de dejar de serlo”. Pues ya no es así. No después del 7 de octubre de 2023. Desconocer al Estado de Israel y su legítimo derecho a defensa frente al terrorismo, lo es. Ponderar los intereses personales por encima de los comunitarios, lo es. El judaísmo es eso; es muchísimo más que una religión; es un pueblo con un estilo de vida basado en el respeto, la familia y la comunidad; el debate y la discusión. Dos judíos, tres opiniones. Y ustedes, los que defenestran a Israel o esconden la cabeza en las difíciles, ya no lo son. No importa ni tu abuela, ni tu abuelo, ni el vientre materno. Dejaste de serlo. Y te hablo a vos, a vos y a vos. Kapos.

Entre esos se encuentran los imbéciles que hablan de proporcionalidad, como si la guerra fuese un juego de chicos que se termina cuando la madre de alguno lo llama a tomar la leche. En la guerra se impone el más fuerte, el más valiente y el más inteligente. Y la gente muere. No se reparten fichas como en el TEG. Porque, de ser así, miles de soldados israelíes deberían haber ingresado a la Franja de Gaza, asesinado a sangre fría a cientos de jóvenes en una fiesta de música, violado mujeres, prendido fuego ancianos y niños; secuestrado familias enteras y transmitido la barbarie en vivo por internet. Todo eso hizo Hamás el 7 de octubre.

La imbecilidad y el antisemitismo van de la mano; se retroalimentan. Es como el huevo y la gallina.

Los judeófobos levantan los puños y gritan “queremos una Palestina libre, laica y socialista” con la misma coherencia con que alguien pediría un jamón crudo vegetariano, mientras enarbolan banderas de unos territorios en los que, de seguro, los ejecutarían por abrir la boca.

Es un llanto atragantado. Es impotencia pura. ¿Cómo lidiaron mis abuelos con eso? ¿Lo habrán superado alguna vez? ¿Tendrían rostros grabados como los de Kfir y Ariel Bibas, los hermanitos pelirrojos que fueron raptados por los terroristas y de los que hace un año no se sabe nada? ¿Conocerían los nombres de quienes arriesgaron sus vidas para evitar más tragedias?

Desde hace un año, todos los días reviso si algún soldado nuevo murió. Leo sus nombres, sus historias y abro sus fotos. Y algunos se quedan para siempre, como Arnon Zamora, el comandante del grupo especial que rescató a Noa Argamani, esa chica que aparecía en videos en la parte de atrás de una moto pidiendo por favor que Hamás no se la llevara.

Las semanas después del 7 de octubre fui un fantasma. Me refugié en el trabajo y en mis amigos de la comunidad. Y dividí el mundo en dos: a favor o en contra de Israel. Los segundos son antisemitas. Y si no lo sabías, enterate: negarle el derecho a existir al único Estado judío del mundo habla mucho de vos. Porque, en realidad, tu interés nunca pasó por los palestinos. Si no, hubieses gritado al mundo cuando las falanges cristianas los masacraron en Líbano, o cuando los jordanos los pasaron por arriba y asesinaron a decenas de miles, o los crímenes ejecutados por los sirios. No, tu problema es Israel. Lo es porque está lleno de judíos.

Llevamos el estigma de quienes sobrevivieron o huyeron de la Shoá. Somos los garantes de que no ocurra más. En nuestras manos está la responsabilidad de mantener la memoria activa. De enfrentar con todos los recursos necesarios a aquellos que quieren reescribir la historia, construir relatos sobre datos falsos y buscar justificaciones para que nos exterminen. Nunca más. Lo dijo Golda Meier: “No puede ser barato matar judíos”. Basta.

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(Texto y fotos: Lily Dayton, cristiana israelí residente en Haifa)

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