En la bendita memoria de José Jerozolimski
El sábado 31 de julio del 2004, hace ya 20 años, estábamos alrededor de la cama de papá, que ya estaba muy enfermo y todos teníamos claro que le restaban sólo unos días por vivir, y mamá dijo: “Dicen que los tzadikim (los justos) mueren en Shabat”. Me saltó el corazón, porque papá indudablemente era un tzadik, un ser humano noble de alma pura. Poco rato después, dejó de respirar.
Pasaron ya 20 años de su ausencia física que tanto influye en nuestra vida, y queda cada vez más claro-aunque lo estuvo desde un principio- que no ha dejado ni un momento de estar con nosotros. Está adentro nuestro, que tuvimos el privilegio de ser parte de su vida, en nuestro corazón, en las hermosas memorias de todo lo compartido, en los valores que nos dejó y en la permanente nostalgia que nos invade sin él.
Son muchas las aristas de su personalidad dignas de ser mencionadas. Su sapiencia acumulada a pulmón de quien no terminó el liceo porque tenía que trabajar, pero llegó a ser un libro abierto en una variedad de temas, tanto en historia nacional como historia del pueblo judío y muy especialmente del Estado de Israel. Su amor sin límites a la familia y su enorme felicidad por cada oportunidad de estar juntos. Disfrutaba especialmente la reunión en torno a la mesa de Shabat. Su generosidad. Su respeto al prójimo por su condición de ser humano, venga de donde venga y sea cual sea su trabajo. Y su capacidad de compasión.
Siempre recuerdo lo que me contaba, casi con lágrimas en los ojos, el tan querido portero Señor Da Rosa de nuestro edificio Shalom, que le tenía enorme cariño y respeto por su forma de ser: “Yo los venía venir a tus padres, siempre de la mano, subiendo por Pereira. Y veía que andaban por ahí unos pibes pidiendo limosnas. Tu papá bajaba a los pocos minutos de haber subido a tu casa y llevaba disimuladamente una bolsa en la que yo tenía claro que tenía comida y probablemente otras cosas más para darles. Sin hacer alarde de nada, salía y me decía `Da Rosa, enseguida vuelvo`. Y a los pocos minutos volvía, ya sin la bolsa. ¡Qué hombre tan bueno!”.
Era tal su generosidad y deseo de ayudar, que a veces también nos daba material para cuentos risueños en el marco familiar, como aquella vez que iba por la calle con su adorado hermano César y al ver a un cuidacoches le dio unas monedas. Mi tío le preguntó por qué le da, si él no tiene coche. Y papá respondió: “Él no tiene la culpa”. Ariel mi hermano siempre recuerda otra anécdota de ese tipo, cuando papá se acercó a un lustrador y le pidió que le lustre los zapatos. Ariel miró y vio que los zapatos de papá estaban brillantes . Al terminar, le preguntó para qué se los hizo lustrar si evidentemente no lo precisaba. Papá respondió: “A veces me lustro porque yo lo preciso y otras porque lo precisa él”.
Miro hoy cómo la familia ha crecido, a sus nietos que ya son adultos, algunos ya padres de sus bisnietos, y veo cómo lo tienen presente… y el dolor por su ausencia se acrecienta. Pero también el orgullo y felicidad por haberlo tenido y por seguir sintiéndolo, absolutamente siempre, parte integral de nuestras vidas, aunque físicamente no esté.
Sé que no es consuelo porque si no lo tengo al lado, no lo puedo abrazar. Pero al ver cómo todos lo recuerdan, como gran periodista y mejor aún ser humano, sé que nunca terminará de morir.