Por Tzvi Enrique Gerstl
N.de Red: El autor, nacido en Uruguay, reside en Maalé Michmásh, Israel. Es PhD en Algoritmos por la Universidad Hebrea, donde continúa su investigación. Es Ejecutivo en una de las compañías tecnológicas más importantes del mundo en el sector de medios y televisión. Padre de cinco hijos y compañero de vida de Débora. Lleva una vida de judaísmo ortodoxo moderno.
N. de Red: Nublamos los rostros de los jóvenes que aparecen en las fotos, por razones de seguridad.
Nuestro país ha conocido diferencias internas entre sus grupos sociales, así como peligros externos provenientes de países enemigos y grupos terroristas, y dificultades con la comunidad internacional, pero creo que esta vez la situación es especialmente seria y grave. A nivel personal, el sector de la población al que pertenezco se siente profundamente dolorido y, me atrevería a decir, enojado.
Debo retroceder al 6 de octubre de 2023. Mi compañera de vida, Débora, y yo vivimos cerca de Jerusalem y tenemos cinco hijos, de entre 10 y 25 años. Vivimos cerca de mi hermana y de la hermana de Débora, con ocho jóvenes mayores de 18 años entre ambas familias. Ese viernes 6/10 volvimos de una caminata de cinco días con mi hija mayor y su pareja. Nuestra realidad cambió dramáticamente la mañana siguiente, cuando Hamas atacó. Mis hijos y sus primos fueron enrolados en el ejército, incluyendo a mi hijo mayor, que tuvo que interrumpir su luna de miel en Tailandia, y a mi segundo hijo que estaba a punto de comenzar su vida civil.
Tres días después del ataque, también recibí un mensaje del ejército preguntando si estaba dispuesto a enrolarme a mi antigua unidad como reservista, a pesar de haber cumplido 48 años, para realizar tareas de rutina en zonas no combatientes y permitir que los más jóvenes participaran en las batallas en Gaza. De esta manera, me sumé a la lista de nueve soldados en nuestra familia, participando en diversas unidades, desde combate hasta inteligencia y fuerza aérea.
Así, pasamos de ser una familia normativa, a lo que nos gusta llamar “El Clan”, a enfrentarnos a una realidad muy distinta, llena de preocupaciones, incertidumbre y dolor por las noticias que recibíamos. La seriedad y determinación de los jóvenes soldados, tanto los nuestros como sus amigos, nos sorprendió. Nos llenó de orgullo ver la responsabilidad que asumieron, arriesgando sus vidas para defender a Israel y su pueblo.
Durante casi 150 días, nuestros temores nos mantuvieron despiertos, presos de pensamientos negativos, al igual que miles de padres y familias. Y esto sin mencionar el dolor de las familias de los secuestrados y de la población civil afectada.
En medio de esta angustia, recibimos una llamada confusa de uno de nuestros hijos diciendo: "Estoy bien, vengan a Tel Hashomer". Al llegar al hospital, ubicado relativamente cerca de Tel Aviv, me encontré con que había sido herido en la pierna por una bazooka en una emboscada. Durante toda su hospitalización y su recuperación, nuestro hijo nunca se quejó y siempre fue claro en que no se arrepentía de su servicio, lo consideraba esencial para la seguridad del país. Incluso en medio del dolor y la recuperación, expresó su firme deseo de volver al combate, sintiendo una profunda responsabilidad y compromiso con sus compañeros y la misión que aún continuaba.
Más de 240 días después del inicio de la guerra, bajo un gobierno sumamente cuestionado que no me inspira seguridad, me pregunto cómo es posible que familias como la mía tengan que sacrificar tanto. Es especialmente doloroso considerar que un sector de la población está exento del servicio militar. Históricamente, los ultraortodoxos eran pocos y el objetivo era mantener un ejército pequeño y eficiente. Sin embargo, con la actual necesidad de soldados al tener Israel que lidiar con varios frentes, razón por la cual yo serví casi 140 días como reservista, es evidente que se necesita una solución más justa.
El 7 de octubre abrió una nueva herida en la sociedad israelí, que, a mi criterio, nos va a dividir de forma más violenta que cualquier otro debate reciente si no se trata de manera justa y efectiva. Aprecio el voluntariado de los sectores religiosos en organizaciones como Zaka y Magen David Adom, pero esto no se compara con el riesgo y el compromiso del servicio militar que los ciudadanos seculares y religiosos modernos deben cumplir. El enojo que se está incubando en nuestro sector, ya cargado por altos impuestos, se profundiza ante la percepción de que las vidas de nuestros hijos están en gran riesgo mientras otros viven tranquilos a su costa. Este es un proceso sociológico muy preocupante que nuestro gobierno continúa ignorando.
Además del inmenso dolor personal y familiar, la realidad de los secuestrados y las numerosas vidas perdidas en el conflicto ha dejado una profunda herida en toda la sociedad israelí. Cada historia de un secuestrado, cada noticia de una vida perdida, no sólo es una tragedia individual, sino que también amplifica las tensiones existentes en el país. Esta situación exacerbada por la guerra refuerza las divisiones y el resentimiento entre diferentes sectores de la población, intensificando el debate sobre las responsabilidades y los sacrificios que algunos soportan mientras otros quedan al margen. El luto colectivo se convierte así en un reflejo de las fracturas sociales profundas que, si no se abordan adecuadamente, amenazan con dividir aún más a nuestra nación.
Israel celebró recientemente su 76º aniversario y el persistente problema de la desigualdad en las obligaciones civiles subraya la incapacidad de nuestros gobiernos y líderes para enfrentar y resolver los grandes desafíos sociales, económicos y de seguridad nacional. Estos desafíos no son solo un reflejo de una crisis política, sino también un símbolo de la profunda fractura que atraviesa la sociedad israelí, una fractura que nuestros líderes parecen incapaces de remediar.