Por Ing. Roberto Cyjon
Fuente; uypress
Esta guerra indujo un rebrote peligroso del antisemitismo. El antisemitismo es una aberración milenaria que muta en forma dinámica de acuerdo a los contextos y geografías. Se apoderan de ella diferentes núcleos, a mi entender, fruto de la ignorancia y la manipulación como materia prima clásica para todo tipo de exclusión.
Vivimos momentos dramáticos producto de una guerra en el Medio Oriente tan desgraciada como cualquier otra. Es lógico que cada quien la interprete con el dolor que lo aflige. Me refiero a los palestinos musulmanes, a los israelíes y judíos más gente de otros credos. Las pérdidas, muertes, destrucción y consecuencias de un enfrentamiento tan duro generan en el corazón de los dolientes sentimientos de mucha angustia. Podría agregar, que cualquier persona honesta y pacifista habría de sentir una solidaridad paralela con ambos pueblos.
Quien discrimina, discrimina todo. El hogar es la base de la formación en un sentido positivo o negativo y a él debe integrarse una educación humanista y sistemática. Se impone considerar el padecimiento genuino de una víctima directa de tal o cual segregación u hostigamiento. En el caso de los conflictos bélicos de todos los tiempos y latitudes, la aflicción del pueblo, nación o población sufriente es absolutamente comprensible.
El fenómeno de la propaganda islamista antisionista constituye un nuevo embate antisemita inadmisible. En términos generales, la propaganda política se nutre de herramientas parecidas a la publicidad comercial. Busca simplificar el mensaje a pocos términos simples y seductores sumados a alguna simbología visual, y reiterados tantas veces como sea necesario hasta transformarlos en verdades. Falsas y viles mentiras, en este caso, que se acuñan en el sentir popular como supuestos axiomas. El propósito es que la gente no razone ni presente críticas a la consigna. Así hicieron los nazis para internalizar, en su momento, que el judío era el causante de todos los males de la humanidad, incluso de la propia guerra. Más aún, tan grave era la acusación, que una vez politizada se transformó en un politicidio que justificó la Solución Final, léase: promover la exterminación del pueblo judío. ¿Cuáles eran los términos reiterados en aquel contexto?: “¡Un pueblo, un caudillo, un imperio, Alemania!”. El símbolo: la esvástica. La arenga en los discursos era histriónica y teatralizada. ¿A quién habría que dirigirla, a la intelectualidad, la academia, o a las masas? Una sola respuesta: a las masas. Increíblemente, la intelectualidad y la academia ya estaban cooptadas por el régimen. Elites y masas fueron contestes al antisemitismo criminal de los nazis.
No identificamos al integrismo islámico con el nazismo. Son cosas distintas. Los une el antisemitismo virulento, pero eso es harina de otro costal. En la propaganda vemos, no obstante, parámetros similares. El “antisionismo” es un término repetido una y mil veces para que las masas lo incorporen como un insulto. La consigna es “Palestina desde el río hasta el mar”. La teatralización puede consistir en un muñeco diabólico con una lanza clavada en la cabeza y la estrella de David estampada en la frente. La manipulación se ampara en la ignorancia. Muy probablemente, las masas no sepan de qué río ni mar se trate la diatriba, ni lo que ello significa en realidad: la destrucción del Estado de Israel y los judíos que lo habitan. ¿Un símbolo fácil y seductor?: una simple kefiah. Un pañuelo. Estamos ante una violenta mutación del antisemitismo. ¿Cómo se logra universalizar -en el Occidente- estos mensajes? Adaptándolos a los pesares reales de diversos colectivos sociales en cada uno de los continentes.
En Latinoamérica, acusando a los israelíes de ser similares ante los palestinos, como los colonizadores europeos que tanta destrucción trajeron al continente y sus extraordinarias civilizaciones nativas: incas, mayas, aztecas más los africanos esclavizados. Traumas reales aún vigentes a pesar de los siglos transcurridos. Nada podría ser más disparatado que dicha comparación simbólica, pero seduce y es “vendible” a fuerza de inversiones y estigmatización permanentes. Sumándole a ello los sentimientos antiestadounidenses que subyacen desde la doctrina Monroe, pasando por una pléyade de invasiones y dictaduras que nos lega la historia de los Estados Unidos por estos lares. O sea, la simple herramienta dicotómica: “el amigo de mi enemigo es mi enemigo”.
En Estados Unidos la consigna antisionista se espeja en las manifestaciones anti Vietnam de los 60´s en adelante, las luchas justas y honrosas contra el racismo, discriminación latente hasta nuestros días por esos parajes y tantos otros, incluso anti trumpistas desde la perspectiva política actual. En Europa se nutren del miedo, rechazo o xenofobia generada por las permanentes migraciones de creyentes del islam provenientes de los conflictos asiáticos y africanos. Una mezcla de racismo, islamofobia y profunda problematización con los valores cristianos, liberales y laicos que buena parte de la Unión Europea no sabe cómo resolver ni ha logrado compatibilizar.
En todos los casos la propaganda islamista radical combina un asombroso desprecio a la otredad en general, no solo a los judíos. Es global contra, cualquier “infiel”. Lo inexplicable es cómo se presta a ello la academia y la intelectualidad. ¿Cómo se puede justificar el dolor unilateral hacia las víctimas palestinas sin caer en un absurdo repudio “al otro”, en este caso el judío? ¿Cuán irracional es dicha postura discriminatoria disfrazada de planteos reduccionistas? ¿Podrían los sindicalistas exigir el libre ejercicio de las reivindicaciones laborales, paros, huelgas generales, ocupaciones y el fortalecimiento de los sindicatos en Teherán o en Gaza? ¿Podría el movimiento feminista elevar con estridencia y sin restricciones, el derecho a la libertad de expresión, aborto, el derecho laboral de la mujer, equidad salarial, incluso elegir su propia vestimenta en Teherán o en Gaza? ¿Les permitiría el terrorismo islámico y los regímenes teocráticos que lo sustentan, manifestarse al movimiento LGBT+ en desfiles del orgullo gay en Teherán o en Gaza? Esos derechos, en la región, sólo se pueden permitir y desarrollar en Israel, a pesar de las imperfecciones de su democracia, a pesar de su actual gobierno de ultraderecha nacionalista, a pesar de los severos conflictos multiétnicos que perturban a palestinos e israelíes. El trauma y el dolor de cada pueblo, reiteramos, es justificable porque motivos no les faltan a ambos. Pero si la propaganda del terrorismo islámico moviliza a la opinión pública contra Israel en formato cardumen, Occidente está ante un problema de extrema gravedad.
La propaganda antisionista es tan eficaz, que logra centralizar el conflicto árabe israelí en un único foco de interés. Desoye e ignora cualquier tipo de atrocidad que transcurre simultáneamente en otros países. Consigue arrastrar a actores universitarios -quienes deberían ser los más críticos, reflexivos y componedores-, a reivindicar consignas surrealistas y contradictorias con sus ideales humanistas. Solo los regímenes dictatoriales utilizan a sus elites intelectuales como difusoras de propaganda totalitaria. Las democracias instan a una sana convivencia en la sociedad. Proponen la libre expresión y consideración hacia el otro, sea quien sea. Solo las democracias, con las diversas imperfecciones que caracterizan a cada una de ellas, educa a sus niños hacia la libertad, justica social, bienestar colectivo, solidaridad y respeto. Son los regímenes dictatoriales y teocráticos quienes inculcan el dogmatismo acérrimo y el odio al diferente.
No pensemos en clave dicotómica entre palestinos e israelíes porque induce a lo distópico. Los conflictos de este siglo XXI son tan complejos y terribles como los que nos lega el pasado. No solo bregamos que terminen todos ya de una buena vez, sino que debemos despejar los mitos y falsedades que obnubilan a los más inteligentes y arrastran impunemente a las multitudes. La historia señala que cuando los delirios destructivos no se frenan a tiempo las desgracias posteriores son aún más tristes y difíciles de enmendar.
Apelamos, precisamente, a la historia para ilustrarnos un dato objetivo. El 29 de noviembre de 1947, las Naciones Unidas proclamaron el Decreto número 181 que definía la creación de dos Estados: uno judío y otro árabe, con igual población y territorio para cada uno. Jerusalem y Belén estarían sometidas a una administración internacional. No convencía plenamente a ninguna parte, pero los judíos lo aceptaron y celebraron con bailes públicos en las calles. Los árabes reaccionaron con el ataque de múltiples ejércitos intentando hacer desaparecer al Estado judío. Pretendían tirar a los judíos al mar. Técnica que en diferentes escalas emplean hasta hoy día.
La misma historia nos enseña y demuestra que la paz con Israel es posible. No es una utopía. Varios países islámicos se han integrado recientemente a acuerdos de paz, así como otros que perduran hace décadas.
En la actualidad, todo sería diferente si se propusiera el establecimiento de un Estado palestino al lado del Estado de Israel, convenido por ambas partes, para que sus pobladores convivan libres y seguros entre el rio y el mar. Esa es la nueva oportunidad, no sembrar odio. Dicho objetivo llevará el tiempo que requiera por difícil que sea. En tanto fuese ese el horizonte conjunto de ambos pueblos, el que balice el camino de su porvenir, se deberán hacer cambios de lógicas y autoridades en ambas partes.
Es la única alternativa sensata para desandar la espiral de violencia que nos acongoja.