Fuente: https://www.lavozdegalicia.es/
Por Ana Abelenda
«Una de las peores frases que se pueden decir en un funeral es: 'Comprendo tu dolor'», advierte la filósofa, descendiente de supervivientes de Auschwitz, autora del bestseller «Vivir con nuestros muertos»
uando la muerte aparece, «la gente suele decir muchas estupideces», advierte la rabina y filósofa Delphine Horvilleur (Nancy, 1974), que ha superado los 200.000 ejemplares vendidos en Francia con Vivir con nuestros muertos. Que la vida y la muerte se tocan, muchas veces con naturalidad y humor, es algo que Delphine constata a diario y que muestra en el arranque de este ensayo para iluminar un duelo, una pérdida: «Justo antes de que empiece una ceremonia en el cementerio, suena mi teléfono. Descuelgo: 'No puedo hablar. Te llamo cuando termine el entierro...'», escribe esta nieta de supervivientes del Holocausto, tercera mujer en ordenarse rabina en Francia. ¿La pandemia ha revelado el papel que ocupa la muerte en la vida? «La muerte siempre ha estado ahí, pero nuestros fantasmas se pueden oír ahora mejor que antes. La pregunta es: '¿Qué tipo de conversación, de diálogo, vamos a tener con ellos?'. Incluso los ateos ven que tienen fantasmas que los persiguen», asegura quien ha oficiado, entre otros, el funeral de Simone Veil.
—La muerte fue un tabú para los niños de su generación, que es la mía, y eso la hace más terrorífica, nos hace quizá tenerle aún más miedo.
—Sí. Es fundamental hablar de ella, pero no siempre es posible. A veces, el trauma genera un silencio que no es fácil romper. En mi familia no hablábamos de la muerte porque no podíamos. Vengo de una familia (la de mi madre) de supervivientes en Auschwitz que lo perdieron todo, que intentaron reconstruirse tras la guerra, pero no lo lograron. Yo tenía abuelos que eran como zombis, personas con poco anclaje en la vida. Cuando era niña, tuve la sensación de que este silencio que ocupaba tanto espacio transmitía la historia de una devastación. La generación que creció después de las guerras lo ha hecho con un leitmotiv: «No merece la pena morir por nada», es esa idea de «la vida es tan sagrada que ninguna idea merece la muerte». Hoy, esta narración nos está estallando en la cara. Ucrania hace resurgir las imágenes del pasado y nos interpela a todos: «¿Estás seguro de que no hay nada por lo que merezca la pena morir?».
—Es la pregunta que se hace uno sobre la vida: ¿por qué merece la pena vivir? Quizá merece la pena morir por lo mismo que merece la pena vivir...
—Sí. De hecho, la gente, después de leer mi libro, me dice: «¿Podemos aprender a morir?». No lo sé, pero sí sé que podemos aprender a vivir. Y es mucho... Yo creo en la fuerza reparadora de los relatos, en la capacidad de las historias para repararnos.
—Este es su trabajo como rabina.
—Sí. A menudo, cuando me preguntan en qué consiste mi trabajo, digo que somos narradores o traductores. A través del lenguaje, nos convertimos en puente. Los relatos, el acompañamiento con las palabras, nos pueden ayudar con el duelo. En eso consiste aprender a vivir. Aprender a vivir es aprender a vivir con lo que ya no está, con lo que se ha roto o fracasado en nuestras vidas. Hubo un entierro que cambió totalmente la percepción que tengo de mi trabajo. Fue el día que acompañé a una superviviente del Holocausto, una Cosette de Los miserables. En el cementerio, le conté a su hijo la historia que él me había contado de su madre, pero al contársela yo tenía la sensación de que él la escuchaba por primera vez.
—¿Cómo logra mantener la empatía justa, el equilibrio entre empatía y desapego, con las personas a las que acompaña en la pérdida de un ser querido?
—No siempre lo consigo... No puedo identificarme cien por cien con el dolor de quien pierde a un ser querido. A veces, cuando la gente visita a las personas que han perdido a un familiar, son ellos los que lloran, y los que sufren el duelo acaban siendo los consoladores. Es algo que hay que evitar a toda costa. Yo como rabina no estoy ahí para llorar, sino para mantenerme en pie y para que puedan apoyarse en mí. Para eso, hay que ser sólido y encontrar las palabras. Y, para eso, una tiene que encontrar sus propias vulnerabilidades. Hay que ser a la vez fuerte y vulnerable, sólido y rompible. Esto es lo que crea la distancia empática.
—El humor en su forma de afrontar la muerte es un alivio reconfortante.
—Sí. De hecho, un día les dije a mis amigas que escribiré un libro sobre bromas en los cementerios. A veces en los momentos trágicos sucede algo que desencadena las sonrisas. Creo en esta fuerza del humor. El humor es el instrumento más potente que tenemos desde el punto de vista de la resiliencia. Les ha permitido a los judíos no perder el control de su historia, es una disciplina olímpica para el pueblo judío. El humor es un instrumento de reconstrucción frente al luto, el duelo y la destrucción. «El humor es la superioridad del hombre sobre lo que le sucede», decía Romany Gary. Lo que le deseo a usted, lo que le deseo a todo el mundo es que podamos reírnos en nuestros entierros, que nuestra muerte se produzca de tal modo que nuestra vida pueda ser contada de manera alegre; que nuestras vidas puedan ser contadas con cierta ligereza, con cierto humor.
—¿Clichés y frases a desterrar? ¿Qué no deberíamos decir jamás a modo de consuelo? Hay cierta retórica que ahonda la herida en esos momentos difíciles.
—Cuando la muerte aparece, la gente les dice a los seres queridos muchas estupideces. Esos clichés son una manera de contar nuestra propia angustia e impotencia. Una de las peores frases es: «Comprendo lo que vives». Porque, ante la muerte, es necesaria una humildad absoluta. Hay una tradición judía frente al duelo, difícil de aplicar, que dice que cuando entramos en la casa de quienes están viviendo un duelo no hay que dirigirles la palabra hasta que ellos lo hagan. Hay que entrar y aceptar el silencio; esperar a que la persona esté dispuesta a hablar. Esa persona acabará hablando contigo, con palabras o con gestos, que te dirán qué espera de ti, si palabras espirituales... o que le llenes la nevera porque no es capaz de hacerlo. Si le dejamos el tiempo necesario, esa persona será con toda seguridad capaz de decirnos lo que necesita. Esta es para mí una de las lecciones más importantes, frente a la absurdidad de las palabras con las que a menudo nos enfrentamos a la muerte, que nos vuelve torpes y nos hace cometer errores tremendos, que además se reparan difícilmente. Una torpeza en un duelo puede hacernos perder amigos, incluso amigos de toda la vida.
—¿Y nosotros mismos? Si uno afronta una pérdida enorme, impensable, ¿cómo debería hacerlo, con qué actitud o disposición nos propone tratar de encajarla?
—No hay una respuesta. Quien ofrezca una respuesta, sería una persona sospechosa, porque cada uno vive sus duelos de manera distinta. Pero creo que hay algo que debemos aceptar en nuestra existencia, y es que la vida no existe sin nuestros muertos. Nuestros muertos en todo el sentido de la palabra; la vida no existe sin los que nos han dejado, incluso sin lo que ha muerto dentro de nosotros para que estemos vivos. Yo utilizo en el libro una metáfora: si estamos vivos es porque en nuestro cuerpo constantemente mueren células que transforman los órganos. Desde el principio, si todo va bien, una serie de células de nuestro cuerpo habrán iniciado un proceso de destrucción para que no muten, para que no se conviertan en tumores. La muerte es una condición de la vida; paradójicamente, sin la muerte, la vida se interrumpe. La muerte tiene que estar constantemente obrando en nuestras vidas. Por supuesto, es más fácil cuando son muertes de otros. Pero siempre lo que se nos plantea es: «Nuestra vida no será la misma porque ellos han estado». Tenemos que dejar una huella muy viva de ellos.
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