Por Aitor de la Villa Fernández
Miembro de Licra
Nuestra abuela, cada viernes, nos sentaba en su regazo y nos contaba cuentos al volver de la ikastola. Cortos y sencillos al principio; largos y profundos después. La sala de estar se cargaba de silencio, a la vez que el pasillo se cubría del agradable olor a viernes que desprendían las cazuelas de la cocina. Fueran ciertos o no, aquellos cuentos encendían algo en nosotros. Salíamos al mundo a través de los ojos de aquellos personajes. Eran relatos que proyectaban en personajes ficticios o desconocidos los problemas que atormentan a un niño y, en cierta medida, intentaban buscarles soluciones. Nuestra abuela nos entretenía pero, de forma inconsciente, nos regalaba una breve lección en cada línea de cada cuento.
Hoy, diez de diciembre, los judíos celebran Jánuca; una fiesta que se alarga durante ocho días. A lo largo de una semana traen a sus salones los acontecimientos que sucedieron dentro de las murallas de Jerusalén: la prohibición y los castigos impuestos por el emperador Antíoco a los judíos para que éstos no pudieran vivir siguiendo su religión y costumbres, la respuesta de los macabeos y, de forma simbólica, una vez que éstos recuperaran el templo, el candelabro que encendieron en su inauguración. Con una pequeña cantidad de aceite, exigua para permanecer encendida un día, mantuvieron la llama durante ocho. El milagro de Jánuca. Por ese motivo, durante ocho días, se enciende una nueva vela que simboliza aquel acontecimiento: una el primer día, dos el segundo; y así, hasta que el último día, el candelabro de ocho brazos tiene todas sus velas encendidas.
Es, sin duda, una festividad con un toque especial; un encanto difícil de describir. La memoria se me escapa constantemente a Jerusalén. Un paseo por el mercado de Mahane Yehuda, por la mañana; mirando, seleccionando y comprando sufganiots para la cena —unos buñuelos con mermelada o chocolate en su interior—. El reflejo de las velas contra las piedras calizas de las casas cuando se descubre la primera estrella sobre el cielo de la ciudad. Un candelabro en cada ventana que anticipa la fiesta y la alegría en el interior de sus comedores. Cenas entre amigos y familiares. Jerusalén se cubre de alegría, como cuando los arroyos, después de la lluvia, invaden las orillas. Las notas de las canciones agitan las llamas y las puertas entreabiertas abren la invitación a quien quiera participar.
Pero, más allá de la fiesta, como en las historias que nos contaba nuestra abuela, al igual que la mermelada de los sufganiots; cada noche, en las velas del candelabro, se enciende un significado especial. Especial, incluso para aquellos que no somos judíos. No es otro que el de la identidad, como entidad definida y diferenciada; la firme respuesta ante las laceraciones de las libertades, condicionantes de esa identidad y, al igual que con los macabeos, la defensa obstinada de la colectividad. No sólo eso: la transmisión, generación a generación, de dichos valores.
Han pasado dos mil años y sigue la mirada del emperador Antíoco en Oriente y Occidente; Norte y Sur. Persisten entre nosotros pequeños, medianos y grandes dictadores que nos desean imponer una forma de vivir, de pensar, de creer y de sentir. No obstante, por fortuna, sigue habiendo macabeos del siglo XXI, rebeldes e insumisos, dispuestos a hacerles frente.
Son dos mensajes claros los que nos transmiten al caer el sol: mantener la identidad y emprender la acción. La restauración de Judea no fue una mera voluntad de perpetuidad, sino el resultado directo de una acción de respuesta. La creencia en unos valores es insuficiente si no se acompaña de una práctica coherente con su fin. Es, en resumidas cuentas, el valor de la implicación. La identidad personal, adscrita a lo colectivo, es la adscripción diaria a la misma; tan antigua y tan nueva como su defensa.
Hubo quien se enfrentó en Modi’in al Gobernador. También quien, a la muerte del primero, le tomó el relevo; así como un tercero que encendió el aceite, exiguo para mantener la llama encendida durante un día, y que brilló durante ocho. Se impuso finalmente la luz a la oscuridad. Nes Gadol Haia Sham. Un gran milagro ocurrió allí. Un gran milagro ocurre cada noche en cualquier rincón del mundo. Januka sameaj.