Ana Jerozolimski / Directora Semanario Hebreo JAI

Editorial

Mi Jerusalem, una historia personal


Jerusalem ha sido mi hogar la mayor parte de mi vida y en realidad la sentía mía ya antes de vivir en ella. De los 43 años transcurridos desde que me radiqué en Israel, 38 viví en Jerusalem. Hace casi 3 años me mudé por distintas circunstancias a Modiin, donde me siento sumamente cómoda, disfrutando plenamente de la ciudad. Pero todas las semanas viajo a Jerusalem y, a decir verdad, no hay vez que llegue y no se me estruje el corazón al pensar que ya no vivo allí en la vida diaria. Y hoy, Día de Jerusalem, cuando transitaba por la capital, veía las banderas con el escudo de la ciudad enarboladas por doquier, se me caían las lágrimas.

Es que hay amores que nunca se olvidan, que te acompañan de por vida porque son parte de tu ser por siempre. Y eso lo siento profundamente por Jerusalem, aunque no haya salido hoy a bailar con la bandera ni haya orado en el Muro de los Lamentos para celebrar el 56° aniversario de la reunificación de la ciudad.

En esta nota, hoy, no quiero entrar en análisis políticos. Los invito a releer un editorial anterior, de otro Día de Jerusalem, donde sí lo hice.

Aquí lo pueden leer.

 

Hoy quiero sólo contarles sobre mi Jerusalem.

Sobre el singular sentimiento que inspira saber que una ciudad como Jerusalem es  tu casa. En Jerusalem me convertí en ciudadana israelí. En Jerusalem me enamoré y me casé-y no olvidaré nunca que cuando salimos de la majestuosa sinagoga, estaba nevando- y por sobre todo, en Jerusalem nacieron mis tres hijos, que vivieron una hermosa niñez en sus parques.

Recuerdo aquella vez que cubrí un evento periodístico cerca de la Ciudad Vieja y al terminar, decidí ir caminando hasta el centro, marchando junto a sus imponentes murallas. Cuando uno vive la vida diaria, no anda pensando que el Rey David anduvo quizás cerca de donde uno está pisando. Pero siempre tuve presente la dimensión histórica y su importancia nacional. Miraba el paisaje maravilloso que me rodeaba y pensaba…qué privilegio que mis hijos hayan nacido aquí.

Mi Jerusalem son  los atardeceres que recuerdo como si los viera hoy, al salir del día de clases en la Universidad Hebrea en el Monte Scopus. Recuerdo que me detenía en la escalinata al bajar de la facultad de Ciencias Sociales en camino a los dormitorios estudiantiles Reznik, y miraba el cielo. Me preguntaba si en otros lares se vería igual.

Mi Jerusalem son los viernes en el shuk, el mercado Majane Yehuda, con sus gritos, empujones y puestos multicolores, con algún músico improvisando, alguien cantando y a veces hasta bailando, el lugar fijo para comprar una deliciosa jalá para Shabat, las flores frente a la carnicería y le felicidad cuando se encontraba estacionamiento relativamente cerca.

La sirena que minutos antes del comienzo de Shabat, cruzaba Jerusalem e indicaba que la ciudad se sumía en una atmósfera especial, mientras en casa todo indicaba que era el día más hermoso de la semana.

La gente caminando a la sinagoga y lo especial de haberlo vivido cuando residíamos en la calle Ajad Haam en el barrio Talbía e íbamos caminando al Beit HaKneset Hagadol (la Gran Sinagoga de Jerusalem) a escuchar la plegaria Kol Nidrei al inicio de Iom Kipur.

Los almuerzos rápidos en “Pináti”, el pequeño gran restaurante especializado en humus, donde uno tiene suerte si consigue mesa para sentarse junto a 4 desconocidos, y no puede hacer sobremesa porque hay fila afuera esperando para entrar.

Las horas pasadas con nuestros hijos en el parque del centro de Jerusalem engalanado con la escultura metálica del caballo negro donado por Fernando Botero, donde pedían siempre que les contemos cuentos imaginarios y fantásticos.

La felicidad  de los niños cuando nevaba, no sólo porque perdían clase, sino porque Jerusalem se tornaba más hermosa todavía y todo era una aventura, aunque para nosotros, los adultos, la diversión pasaba rápidamente y se convertía en molestia.

Los eventos en torno a las fogatas de Lag Baomer con los niños, organizados por sus escuelas, que requerían preparativos de semanas de cada uno con sus amigos para juntar maderas .

El teatro infantil en Gan Hapaamon. El hermoso Yemin Moshe, el barrio de los artistas, con sus calles pintorescas y la carreta del gran filántropo Moshe Montefiori, caballero de la Reina Victoria…la escalinata que baja y sigue bajando junto a Mishkenot Shaananim, hasta que uno siente que casi puede tocar las murallas de la Ciudad Vieja allí enfrente.

Y el parque Teddy, al que llevé a mis sobrinos más chicos a disfrutar en esa diversión especial del agua que irrumpe desde el suelo y parece que baila, calmando el calor y arrancando risas a todos. Y allí se mezclaban niños judíos y árabes, a nadie le parecía raro que todos lo puedan compartir, aunque no hay ingenuidad ninguna de por medio, y todos tenemos claro que las tensiones no son un invento. Y también allí teníamos como escenario de fondo las antiguas murallas.

Y los cafecitos que íbamos descubriendo con mi hija para sentarnos a compartir un desayuno. El movimiento en la calle Emek Refaim en el barrio Moshavá Guermanít, especialmente los viernes de mañana. El jardín de infantes en el barrio Abu Tor. El parque al lado de casa en la calle Efrata de Talpiot y aquel invierno helado en el que nevó y estuvimos allí sin electricidad tres días.

También los duros días de atentados, las esquinas o cruces que nunca olvidaré fueron escenario de explosiones terroristas, una de las cuales presencié como testigo ocular. Y la confirmación, una y otra vez, que la gente de Jerusalem no olvida pero no quiere perpetuar el sufrimiento, limpia rápidamente los destrozos y sigue adelante.

Y lo multifacético del espacio público compartido por todos, judíos, árabes y todo el que llegue, venga de donde venga.

Mi Jerusalem será siempre un cúmulo de recuerdos y vivencias inolvidables. Los festejos del día de la independencia en el centro de la ciudad , los fuegos artificiales que mirábamos desde el balcón de unos amigos que vivían enfrente del Monte Hertzel donde se lleva a cabo el acto central . Y la sirena en el día del recuerdo , con la gente deteniendo su coche y parándose de pie a su lado en señal de respeto y dolor.

Los embotellamientos insoportables en camino a casa cada vez que había un partido de fútbol en el estadio Teddy y el asombro ante las originales formas de algunos para estacionar por doquier cuando ya no había dónde.

Y aquella sensación de orgullo que tenía cuando se iba a los eventos para niños en el marco del Festival Israel en el Teatro Jerusalem, sabiendo que “esto se hace en mi ciudad, en mi casa”. Y al palpar lo variado de la ciudad, que aunque es más conservadora que otras por el alto porcentaje de población religiosa, es también un punto de atracción para jóvenes de todo el mundo que vienen a estudiar.

Y tanto, tanto más. Sin grandes pronunciamientos dramáticos ni declaraciones políticas. Simplemente, una ciudad hermosa en la que se vive intensamente. Sí, sin duda, con numerosos problemas. Dura a menudo. Demasiado tensa a veces. Pero una ciudad que es hogar. Que el pueblo judío siempre llevó en su corazón. Y que yo llevaré en el mío por siempre.

 

 

 

Ana Jerozolimski
Directora Semanario Hebreo Jai
(18 de Mayo de 2023)

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