Por Gerardo Sotelo
Si no los enfrentamos, el mundo que conocemos desaparecerá
El 7 de octubre de 2023, los terroristas de Hamás y cientos de civiles palestinos, entraron en Israel y quemaron viva a Shira Shohat. Shira tenía 19 años y ese día fue víctima de unos terroristas financiados y alentados por el régimen de Irán. Además de Shira, también asesinaron, de forma brutal y sanguinaria, otros 38 niños menores de 18 años, el más pequeño de los cuales era un bebé de nueve meses.
Si alguien tiene dudas contra qué está luchando Israel en Gaza y en Líbano, quizás le ayude esta reflexión de un soldado que llegó a uno de los kibutzim ese mismo día: “Entras en una casa y ves a un padre y a una niña de tres años abrazándose, ambos con una bala en la cabeza, y entiendes contra qué estás luchando”.
La magnitud de la herida causada por esta barbarie se mide en los mil doscientos muertos, en la saña inhumana con que fueron asesinados, en el centenar de secuestrados que aún permanecen en los túneles de Gaza como rehenes y en la memoria que sigue atormentando a los sobrevivientes.
Muchos de nosotros conocemos algunos de esos kibutzim y algunos de los sobrevivientes, entre ellos unos cuantos ciudadanos uruguayos, y sabemos que esta atrocidad, sin precedentes desde la Segunda Guerra Mundial, sacudió la propia razón de ser del Estado de Israel, concebido como un lugar donde los judíos de todo el mundo podrían finalmente vivir seguros en su tierra ancestral. El 7 de octubre, ese sueño se desmoronó.
¿Cómo debía responder Israel, un país democrático, ante masacres como la del 7 de octubre, perpetrada por una organización que dice, sin tapujos, tener como propósito exterminar a Israel y a los judíos? ¿Debía esperar la autorización de la ONU para entrar en Gaza? ¿Debía soportar en silencio las agresiones constantes desde el Líbano, por parte de Hizballah, también financiada y organizada por el régimen iraní, esperando que la misión de los cascos azules finalmente decidiera actuar?
Para cualquier persona de bien, resulta lógico pensar que Israel tenía y tiene el derecho de defenderse y garantizar la seguridad de sus ciudadanos y su propia integridad territorial.
Más aún, muchos de los que cuestionan a Israel por haber entrado en Gaza para eliminar a Hamás y rescatar a sus rehenes, hubieran actuado de la misma forma en circunstancias similares. No porque sean amantes de la guerra, sino porque la guerra es inevitable cuando alguien busca exterminarte.
Por lo tanto, existe el derecho a la defensa, y para quienes amamos la vida, nuestras familias y nuestra patria, existe también la obligación de hacerlo.
El éxito militar de Israel en la guerra ha obligado al régimen iraní, al mando de Alí Jamenei y los ayatolás, a asumir directamente el ataque contra Israel, mientras buena parte de los líderes de Occidente observa de manera pasiva, temerosa o cómplice.
Pero si bien las Fuerzas de Defensa, integradas por jóvenes milicianos y reservistas, le están dando una resonante victoria en el campo militar, Israel ha perdido la batalla de la propaganda, hoy controlada por la izquierda postmarxista aliada con el islamismo radical.
Esta coalición alimenta el antisemitismo en Europa y Estados Unidos y continúa atacando a Israel, mientras ignora y desprecia a las mujeres asesinadas y violadas, a los niños masacrados hace un año y a los rehenes secuestrados por Hamás hasta el día de hoy.
Los mismos que hoy hablan de “genocidio” en Gaza parecen haber olvidado los bombardeos de los Aliados durante la Segunda Guerra Mundial, indiscriminados, sin previo aviso, ni corredores de evacuación ni camiones de ayuda humanitaria, y en los que murieron cientos de miles de civiles inocentes, que nunca fueron llamados genocidio, ni sus responsables conducidos ante los tribunales internacionales.
Para Israel, este conflicto no es una opción: cada guerra que enfrenta con sus vecinos desde el día de su creación, es una lucha por su supervivencia. No hay espacio para la negociación con quienes dicen buscar la destrucción de Israel. No puede haberla.
Hoy, al cumplirse un año de aquellos sucesos atroces, las imágenes de los asesinatos de inocentes a sangre fría, de mujeres ensangrentadas arrastradas por los verdugos de Hamás, y de bebés y ancianos asesinados, permanecen grabadas en nuestra memoria y deberán estar allí por siempre.
Recordar el 7 de octubre no es solo un deber de los israelíes ni de los judíos, sino una obligación moral de todos los que amamos la vida y la libertad.
Pero lo que está en juego es más que la sobrevivencia del Estado de Israel; es el futuro del mundo libre y de los valores de la civilización occidental, amenazados en su propio territorio.
Hablamos particularmente de las libertades que Occidente ha consagrado en los últimos tres siglos, maduradas durante dos mil quinientos años en torno al valor central de la dignidad intrínseca de la persona humana.
Esta idea, profundamente arraigada en las cuatro tradiciones que conformaron nuestra civilización, articula una concepción del ser humano como persona con derechos inalienables y valor propio, tributaria de la “imago dei”, la criatura hecha a imagen y semejanza del creador; de su capacidad de pensar, como una señal distintiva de la especie humana (y su principal derivación, que es la búsqueda de la verdad); del sentido de justicia y de derechos de la persona, y del amor al prójimo, que incluye el sacrificio personal por el bien de los demás.
La civilización a la que pertenecemos erigió sus principios éticos, políticos y espirituales sobre este cimiento, promoviendo la libertad, los derechos individuales y la responsabilidad social.
No es que estos valores siempre hayan predominado; es que, a trancas y barrancas, Occidente ha logrado hacerlos converger para formar una construcción axiológica donde el respeto y la defensa de la dignidad humana, tanto en lo individual como en lo colectivo, son el fundamento, el basamento de todas las discusiones políticas y sociales; es decir, sobre lo que es bueno para la polis.
Somos la civilización que consagró los derechos humanos y la democracia, que impulsó y aún impulsa en lo que haga falta la emancipación de la mujer, y que abolió la lacra de la esclavitud, una práctica inhumana que asoló a la especie durante miles de años.
No somos el bien, ni todo lo que hacemos está bien, pero encarnamos la actitud vital de quien considera la vida de todos, incluso la de sus enemigos, como un bien superior, que nos regaló el Creador (o la Creación, según nuestras concepciones sobre la existencia) y que se atormenta ante la imposibilidad de hacer que todos esos derechos y otros, como el derecho al desarrollo, lleguen a todas las personas de todos los continentes.
Por el contrario, hay una maldad intrínseca en quienes quieren aniquilar al pueblo judío, y no solo extirparlo de su tierra sino, de paso hacia Al Andalús y el resto de Europa, someter al mundo entero al imperio de una ideología enfermiza, pretextada en una religión.
Nosotros no celebramos la muerte de personas inocentes; nos condolemos ante la tragedia de aquellas personas que, siendo inocentes, mueren en las guerras en las que las metieron unos terroristas que, después de cometer sus salvajadas, corren a refugiarse debajo de sus casas, escuelas y hospitales.
Pensemos por un instante, qué pasaría si Israel no vence a sus enemigos. Para muchos, significaría el comienzo de la caída de Occidente. Sin embargo, al ver a las comunidades judías de Londres o Marsella sufrir el resurgimiento del antisemitismo, al ver las manifestaciones proyihadistas en los campus universitarios de Estados Unidos y América Latina, llegamos a una amarga conclusión: Occidente ya ha caído. Ha perdido el vigor para defender los valores que una vez definieron su grandeza: la democracia, los derechos humanos y la libertad.
Si no nos enfrentamos a las fuerzas que amenazan esos ideales, el mundo que conocemos desaparecerá. En esa medida, Israel no solo están luchando por su patria y por su libertad. Está luchando también por la nuestra.
Am Israel Jai.