Por Roberto Cyjon.
Anecdotario de un viaje muy especial
Primera parte: gemidos de un latido enterrado
En las primeras horas del 17 de junio, más precisamente en la madrugada avanzada del día 16 comienzo a escribir este nuevo capítulo sobre Varsovia mientras resuenan en mi mente el Aleluya de Mozart [1], Shalom Aleijem [2] cantado por Fortuna y el Impromptu Op. 29 [3] de Chopin. Los elegí como apoyo emocional para transcribir el título. Intentaré explicarme.
Dada una reflexión que sobrevoló en algún momento del viaje, resalto que Chopin fue polaco con absoluta legitimidad a pesar de haber vivido por años en Paris y fallecido en Francia. Sería injusto dejar pasar por alto aquel comentario. Escuchar esta obra de Chopin, apenas un suspiro encantador de su talento, representa un reconocimiento al privilegio que Polonia supo acunar y compartir con la humanidad. Respecto a los otros dos temas los incorporaré al relato más adelante. No es imprescindible que usted o tú, lector o lectora te anticipes a escucharlos, ni tan siquiera que lo hagas de inmediato. A estas horas de la fría noche montevideana, quizás sea tan solo una forma de sentirme acompañado en la soledad de mi escritorio.
Antes del viaje, el gueto de Varsovia era en mi mente un lugar estrecho, hacinado, gris, oscuro y tenebroso, donde bastaba la cifra matemática de 460.000 personas para estremecerme. Cuatrocientos sesenta mil judíos se arrinconaban en estrechas piezas para dormir, pues las habitaban familias en vez de individuos y, efectivamente, resultaban ser minúsculas. Me la imaginaba como una ciudad zombi con niños pidiendo limosnas de comida en la calle y gente perdida caminando sin sentido hablando sola, intercambiando sábanas por pan, llorando, mal vestida o directamente harapienta y olorosa. Así aconteció, por desgracia, y esta era mi imagen.
Por supuesto que sabía de Janusz Korczak, de su gesta, fortaleza, su capacidad imperturbable de enfrentar las peores condiciones y exigirles demandas imposibles al Judenrat[4] ante sus angustiosas carencias, velando por sus niños con amor de padre amplificado a cientos de pequeños huérfanos abandonados o enfermos, que necesitaban desesperadamente un poco de ternura. Y vaya que él la tenía. Recuerdo su biografía escrita entre mayo y agosto de 1942. Se preocupó hasta el último día antes de bajar las escaleras del orfanato en camino a Treblinka, de que uno de los niños regase la planta a la que cuidaba con amor. El niño era quien la cuidaba. Korczak velaba para que él lo hiciese. Esa planta era más que un peluche, significaba la burbuja de vida e inocencia de su infancia perdida en un mundo incomprensible para su edad, finalmente mutilada. La historia de ese pediatra pedagogo, luchador humanista y escritor, personaje con un don de gente superlativo, iluminaba mis perspectivas sobre el gueto. Su obra fue la base de la Declaración de los Derechos del Niño de 1959, aprobada el año 1989 por la Asamblea General de las Naciones Unidas en la Convención sobre los Derechos del niño.[5]
Lo mismo sentí por los épicos doctores del Hospital del gueto. Los enfermos se internaban padeciendo inanición, una de las formas de morir que se lee en Yom Kipur sobre cómo será el destino de cada quien: quien de hambre, quien en una epidemia, quien por ahogo, quien por el fuego y más quienes y más “cómos”. Todo eso pasó en el gueto de Varsovia. Los doctores sabían de varios de los cómos pero no de la inanición. Estos héroes monumentales y solidarios, de grandeza personal indescriptible, de lucha y entrega sin límite decidieron dejar de comer, morir de inanición junto a sus pacientes y documentar las características de esa patología mortal. Lo hicieron, y sus estudios configuraron el primer aporte médico “real” y experimentado sobre sí mismos acerca de esta enfermedad y modo de morir. Ellos también irradiaban luz en las penumbras de mis sentimientos. Conozcamos a algunos de esos gigantes de la ciencia:
En febrero de 1942, un grupo de residentes del gueto, médicos encabezados por el doctor Israel Milezkowski, decidió empezar un estudio de la patología y la fisiología del hambre. Otro doctor, Julian Fliederbaum, creó la metodología y la plataforma de investigación, con una "estructura de investigación impresionante, dividida en varias secciones dirigidas por expertos, que medían la circulación de la sangre, aspectos clínicos de la inanición en los niños, médula ósea y otras cuestiones". También se estudió el efecto de la pérdida de peso en el uso de la energía, en el sistema inmunológico, la acidez del sistema digestivo o los niveles de hormonas. En el estudio participó más de un centenar de personas, que llegaron al hospital en una situación de enorme deterioro: mujeres adultas que pesaban 28 kilos, ancianos que pesaban 34. Los médicos -que tenían prohibido llevar a cabo trabajos científicos- se reunían de noche en el cementerio para compartir y resumir los hallazgos y realizar autopsias en las que comprobaban la reducción de órganos corporales por la inanición. Solo uno de los médicos sobrevivió: Emil Apfelbaum. El manuscrito con los resultados fue sacado del gueto, con una introducción de Milezkowski que decía: "Sostengo mi pluma en la mano y la muerte mira hacia mi cuarto". Tras la guerra, Apfelbaum buscó el manuscrito y en 1979 fue editado en inglés.[6]
Pero todo fue muy distinto al llegar a Varsovia.
No queda nada de ello. Los nazis la destruyeron por completo salvo minúsculos detalles que analizaré con ustedes, siendo ya las 02:08. Lo primero que compartiré va a ser un homenaje muy particular a un ladrillo. No a cualquiera. Al elegido por los arquitectos finlandeses del Museo Polin para detenernos a la entrada. Una mezuzá[7] en la puerta principal. Conmovedora. Única. De un imponente simbolismo. Perturbador, pues ninguna mezuza protegió a las puertas de las casas judías en Varsovia. Ese ladrillo no tiene klaf adentro [8]. No lo necesita. Posee en su interior el espíritu de Anilevich y sus combatientes. Ellos eligieron el día de Pesaj de 1943, un 19 de abril, para luchar contra los nazis vestidos de aquellos egipcios que nos esclavizaron hacía miles de años. Las plagas rebotaron contra nosotros, pero ni de ellos permanecimos esclavos, ni por estos otros fuimos exterminados. Todo eso infiere ese ladrillo pegado al marco con una firmeza fraguada a sangre como la resiliencia de nuestro pueblo, a pesar de tanta miseria humana. Luce impertérrito e iluminado por un cielo celeste inspirador de esperanza sobre el verde y vital follaje.
Segunda parte. La ciudad actual y vestigios remanentes
Lo que encontramos fue una ciudad nueva. Nueva por completo. Calles, semáforos, peatones, autos, tranvías hermosos, árboles, canteros con flores, oficinas, edificios, comercios, gente caminando a paso ligero o de paseo y luz, mucha luz. Hacía frío ese día 9 de mayo, pero brillaba el sol en la nueva Varsovia…y quedé confundido sin saber qué pensar ni cómo mirar ni qué sentir. ¿Dónde estaba el gueto? ¿Dónde estaba…todo? Se construyó una enorme ciudad encima. La zona trágica a la cual la angustia nos disminuye la capacidad de abordar y desentrañar intelectualmente, es hoy día una de las más caras de la ciudad. No era tan chico el gueto, por lo visto. Efectivamente, su perímetro fue de 27 km., había 8 puertas de entrada/salida. Sus 3.5 km2 de superficie resultaron ser un suficiente espacio como para construir una nueva urbanización en él y hacer sentir a la gente que no hubo gueto. Bien, seamos razonables. Es obvio que estas reflexiones son ingenuas, tontas quizás, sinsentido, pero sí tuvieron sentido para mí y aún revolotean alborotadas. No sé cómo vio a la Varsovia original la mente y el corazón de Mary Berg, esa adolescente judía estadounidense atrapada “sin querer” en esos círculos de Dante sin ningún Virgilio que la guie. Anduvo sola, nutrida con su capacidad de amar y vivir. Mary Berg escribió un diario durante su estadía en Varsovia, aprisionada con los demás judíos “eslavos subhumanos” según los nazis y “polacos de desecho” para los “auténticos polacos”. Relató su vida, su entusiasmo, su pesar sus miedos y desconcierto sus amistades sus noches de diversión, sí, diversión con otras amigas y muchachos que probablemente se sentían inmunes al peligro como buenos y sanos jóvenes de su edad retenidos en las tinieblas por gente siniestra que comenzó a encerrarlos con engaños y despojos simulados de mudanzas, saqueos disimulados de empeños, a patadas y golpes físicos previos al sofocamiento masivo.
Al principio se denominó al gueto: “zona residencial judía”. ¿Quién podría suponer todo lo malo que allí ocurriría? ¿Quién en su sano juicio podría concebirlo? Mario Sinay, nuestro versado guía nos explicó durante todo el viaje que el engaño fue la estrategia más perversa y mejor desarrollada por los nazis para evitar que los judíos se espantasen antes de ser asesinados. Hasta el último momento, incluso antes de entrar a las cámaras de gas. ¿Quién podría, por otra parte, ser engañado en circunstancias tan aciagas y “obvias”? ¿Quién habría de pensar, racionalmente, que les decían la verdad? ¿Acaso no abandonaron sus hogares dejándolo todo y llevando solo valijas? ¿Había algo más para explicar ante tal atropello, siendo empujados a punta de fusil y culetazos por soldados de acero? ¿Cómo figurarnos nosotros todo eso si no quedó nada? ¿Cómo escuchar el ruido de las botas nazis repiqueteando en las escaleras si estas ya desaparecieron con el edificio entero? ¿Cómo digerir la diferencia entre imaginación, conocimiento y percepción?
En ciertas escuelas filosóficas e historiográficas hubo quienes valoraron lo empírico como el conocimiento verdadero. Supuestamente, lo que degusto, veo, huelo, oigo en mis oídos o siento al tacto es la única certeza. El resto sería vulnerable. Esta teoría tiene cierto sustento, no es del todo falsa, pero lo verdadero y la realidad no existen, pues la mía no necesariamente coincide con la suya, ni la nuestra con las de otros y así sucesivamente hasta llegar a otra falacia como el relativismo extremo. Ni lo que los sentidos señalan es siempre veraz ni todo es lo mismo o da igual. La veamos o no, en Varsovia hubo una masacre infernal que no la tapará el más firme de los cementos ni el más bonito ornamento público. Sin embargo, la vida continua. Continúa durante el transcurso de los tiempos, en todas las coordenadas y también en Polonia. Las ruinas del gueto de Varsovia yacen a flor de piel en nuestros sentimientos. Y como la destrucción tampoco fue absoluta, sobrevivieron tres tramos pequeños de la muralla original enclavados en edificios reciclados. Chicos. Color terracota. Con restos del alambre original en su borde superior. Así vimos a uno de ellos por primera vez y escuchamos las explicaciones del guía. Atentos e incrédulos. Tratando de entender lo imposible. Concentrados y dispersos. Sentados y parados, detenidos o caminando. Reticentes a darles crédito.
Frente al resto de muralla recordamos en un homenaje póstumo a don Gershon Ryzowy y su señora Esther, el papá de Anita Ryzowy de Fraiman. Ella y Acho, su marido, fueron compañeros de grupo. Conocí personalmente a su cálido padre de quien supe que había sido “niño correo” en el gueto. Ella agregó en voz casi inaudible que, además, siendo niño el papá fue uno de los “obreros” obligados a construir el infame muro. Su propia y depravada cárcel para el calvario de sus familiares y vecinos, los conocidos y los demás. En silencio, compungidos, destrozados, paralizados…con la misma solemnidad que se puede tocar al Kotel (Muro de los Lamentos), con una áspera liturgia en nuestras manos por el dolor insondable, tocamos ese tramo de muralla sagrada sobreviviente a tanta maldad.
Así posamos nuestras palmas unidas sobre una placa recordatoria para fundirnos luego en un apesadumbrado abrazo por todos nuestros hermanos asesinados en el gueto de Varsovia.
Que en paz descansen todos ellos por siempre en nuestras memorias y la de las generaciones que nos sucedan.
Dejo por ahora esta nota con la melodía del Aleluya compuesto por Mozart, que una señora de corazón bondadoso dedicaba al piano desde su ventana en el lado ario a Mary Berg para aliviarle su pesadumbre. Son las 04.01. Es muy tarde.
Tercera parte: el cementerio de Okopowa
Mario recitaba una estrofa cada mañana antes de comenzar las visitas: “Mañana estaré triste, hoy no”. No era un consejo ni un aliento, sino una consigna energizante e importante: emprender una experiencia sin preconceptos. Cuando nos guió hasta el cementerio, sin embargo, tuve una sensación encontrada. ¿Hay algo más que muerte en un cementerio? ¿Qué podría mostrarnos que ya no hubiésemos conocido de otros cementerios? Yo estaba equivocado. Es imperativo conocerlo. Goza del lamentable prestigio de ser uno de los cementerios más grandes de Europa. La calle Okopowa estaba dentro de uno de los ángulos del gueto. Nos enseñó que existen más de 180000 (ciento ochenta mil) lápidas. Fue creado en el siglo XIX y cubre treinta y tres hectáreas. El año de su establecimiento fue 1806 y se encontraba en el barrio denominado Praga, del otro lado del río Vístula, el nervio central de Varsovia y otras grandes ciudades. Estoy contento con mi decisión de llevar un cuaderno de viaje, hubiese sido imposible recordar tanta información. En el cementerio está enterrado Shlomo Zalman Lipschitz el primer Gran Rabino ortodoxo, jefe de rabinos en Varsovia, fallecido en 1839. Vimos la lápida del padre de Henri Bergson, premio Nobel de literatura del año 1927, uno de cuyos hijos murió en el gueto. También está enterrado Meir Baleban, un famoso historiador y Rector de la Universidad de Varsovia durante la época de entreguerras, quien trabajó y murió de hambre en el gueto. Mario nos recordó que el 10% de los soldados polacos fueron judíos. Uno de los tantos datos muy interesantes a considerar. Voy a transcribir las oraciones que logré rescatar “al dictado” de las explicaciones de nuestro guía amigo. Pretendo cumplir con el “mandato” de difundirlas. Contó Mario:
En el cementerio se pueden encontrar brazaletes blancos con la Estrella de David junto a las tumbas. Existen tres fosas comunes por las muertes masivas, cubiertas con piedras. Tienen 15 metros de profundidad. Los enterraban sin tajrijim (mortajas)[9] y a algunos pocos, apenas tapados con papel para cubrir su desnudez. Fueron todos cubiertos por cal y tierra. No pusieron a hombres y mujeres juntos. Se enterró al pueblo de Israel, no a gente individual. Artistas, maestros, pobres y ricos. Las fotos terribles que les muestro son sacadas por los alemanes, todos los días y más de una vez por día cavaban fosas y enterraban más y más cadáveres. Czerniakow (el director del Judenrat) se suicidó, aunque no todos sus actos fueron justificados para un suicidio. Está enterrado junto a su esposa y tienen una lápida común. También se encuentra la tumba del padre de Janusz Korczak. Hubo gente que se refugió en el cementerio y los alemanes los persiguieron y tiraron a las fosas comunes. Llegaron a ser doscientas cincuenta mil tumbas de las cuales quedan ciento ochenta mil. Al cementerio lo mantienen nietos de nazis trabajando en ello durante un año. En estos momentos son cuarenta y dos jóvenes…
Entiendo imprescindible transcribir estas historias. Se trata de un verdadero memorial cargado de significado. De cada frase se rescatan hondas meditaciones. Aclaro que las enormes y tétricas fosas fueron cavadas por los propios judíos esclavizados.
Resultaron ser un impacto terrible de soportar. Nos sentimos devastados e imposibilitados de articular palabra. Mario encendió un pequeño parlante manual del cual fluía la conmovedora melodía de un kadish (plegaria en memoria del fallecido). Ahogados en nuestra amargura apenas estábamos en condiciones de recitarlo. Lo absorbimos y reflejamos con los sentidos del oído y la visión entrelazados en un fuerte nudo mientras los lamentos de la plegaria sobrevolaban las enormes piedras cubriendo sus intersticios con nuestra congoja. Escucho en homenaje a cada una de las víctimas a la cantante Fortuna entonando Shalom aleijem malajei hashalom… la paz sea con vosotros, ángeles de la paz…
Tampoco la puedo acompañar, me sujeto a su sublime cadencia para sobrellevar mi desconsuelo. Pretendo rescatar la estrofa cotidiana: “mañana estaré triste, hoy no”, pero es inevitable, hoy también lo estoy.
[1]https://open.spotify.com/track/79tN4CMYvwZUHh5xTsgZjA?si=qDregjN4QOisfpxtNzObjg
[2]https://open.spotify.com/track/2zuKSTjh6idkHeMBDbG1hN?si=nvSSZrjGRVC2lw8rNzpVMw
3https://open.spotify.com/track/1wER7rIGVMlvJqjIICBBci?si=SZPivwsyTSqP7FRBlcWvTg&context=spotify%3Asearch%3Aimpromptu%2Bop.29%2Bchopin
[4] Eran los Consejos Judíos –en alemán: Judenrat- elegidos por sus comunidades, obligados a responder ante la Gestapo y cumplir sus órdenes a partir de la ocupación nazi.
[5] Ver: Korczak, J. ({1942}, 2018). Diario del gueto. Barcelona: Seix Barral.
[6] Aurora. 16 de octubre, 2019. Médicos judíos investigaron en sí mismos los efectos del hambre en el Gueto de Varsovia.
[7] Es un objeto adherido al marco de una puerta con el propósito religioso de cuidarla. Se remonta a la época de la esclavitud judía en Egipto para marcar las casas judías y evitar que las plagas destinadas a los egipcios recayesen sobre ellas.
[8] El klaf es un pequeño pergamino dentro de la mezuza con dos párrafos de la Torah: Deuteronomio 6:4-9, 11:13-21. Refieren al deber de servir a Dios por la protección que brinda.
[9] Se trata del manto ritual con que rezan los judíos y con el cual son envueltos al enterrarlos.