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Nico y el Aficomán

Fuente: chabad.org

Antes de haber llegado a la puerta de la casa de abuela ya podíamos sentir el aroma del eneldo fresco borboteando en el caldo de pollo, haciendo que el corazón de un niño de seis años saltara de alegría. Por fin había llegado mi noche preferida: Pésaj en lo de la abuela.

Mi mamá, mi papá, mi hermano Nicolás y yo fuimos los últimos en llegar. Apiñados alrededor de la mesa del Séder estaban el tío Samuel, la tía Mónica y sus cuatro hijos; Diego, Alan y sus dos hijas; y la tía Flora, que ya se estaba adelantando a tomar su primer vaso de vino kasher.

El Séder fue avanzando como era de costumbre; papá conducía el servicio religioso, Flora tomaba algo de vino a destiempo y la abuela se apuraba a traer más perejil y agua salada de la cocina.

Cuando llegó el momento en que papá se tenía que lavar las manos, Nicolás se levantó rápidamente y agarró el aficomán de la mesa. Salí detrás de mi hermano de once años, mientras el Séder continuaba. Cuando Nicolás se aseguró que nadie lo estaba mirando, se deslizó al abarrotado cuarto del fondo de la casa de la abuela. Allí encontró un Atlas Enciclopédico y ceremoniosamente escondió el aficomán en el volumen correspondiente a la letra “A”, entre Afganistán y Alaska. Volvimos a la mesa a tiempo como para las Cuatro Preguntas.

Llegó la hora del banquete. Como de costumbre, comí mucho jaroset, matzá y huevos, al punto que ni siquiera pude probar el famoso pollo al horno de la abuela. Finalmente llegó el momento de Bircat Hamazón (la oración que se pronuncia al final de la comida). Pero antes, había que comer el aficomán.

“¿Dónde habrá escondido Nicolás el aficomán este año?” Sin entusiasmo, papá y el tío Samuel hicieron un intento por encontrar la mitad que faltaba de la matzá, buscando detrás de la computadora y debajo de los almohadones colocados en cada una de las sillas para poder reclinarnos cómodamente.

“Muy bien Nicolás, nos damos por vencidos”, dijo el tío Samuel. “¿Cuánto querés a cambio?”

“En realidad, no tienes que darme nada”, dijo misteriosamente Nicolás.

“Qué muchacho astuto, está tratando de conseguir más dinero”, dijo la tía Flora.

“¿Ah, sí?”, preguntó el tío Samuel. “Lo vamos a vencer con sus mismas armas. Chicos, ¡a encontrar la matzá!”

Los primos Katz empezaron a revolver la casa como monos escapados de un circo. Después de quince minutos de locura volvieron a la sala. Diego fue quien dio el informe. “Lamento papá. Para ser una casa tan chica hay muchos lugares donde se puede esconder la matzá”.

El tío Samuel se dio por vencido. “Bueno, ya basta. Te voy a dar los doscientos pesos en seguida que termine Pésaj. Es el doble de lo que te di el año pasado”. - “No, gracias. Si querés terminar el Séder, vas a tener que encontrar el aficomán”.- “Ya estoy demasiado viejo como para jugar”.- “No son juegos. Todos sabemos que el Séder no puede terminar hasta que todos comamos del Aficomán. Si no lo pueden encontrar, entonces no podremos dar por finalizado el Séder”. - “Bueno, técnicamente hablando tiene razón”, dijo mi padre, “pero no tengo idea porqué está haciendo esto”.

Samuel se encogió de hombros. “Desde ahora, quedan oficialmente revocados sus privilegios para esconder el aficomán. Tú ganas, Nicolás. Después de Pésaj vas a recibir tus cuatrocientos pesos”. Los primos se quedaron boquiabiertos. Diego fue el más disgustado. “Es mi mesada de todo un año”. Esto se estaba poniendo serio. Nicolás levantó la mano para tranquilizar a sus primos.- “Escuchen todos. Les voy a explicar cuáles son mis intenciones”.

Hasta la abuela se asomó desde la cocina para escuchar lo que iba a decir.

Nicolás se aclaró la garganta. “Estuve pensando mucho. Este otoño Diego va a ingresar a facultad. Bernardo y Jorge le siguen. Sara probablemente se case con ese médico con el que está saliendo”. Mamá sonrió pensando en esa posibilidad. - “Muy pronto vamos a tomar caminos separados”, siguió diciendo Nicolás. “Este encuentro, esta tradición, pasará a ser un recuerdo. Por eso estuve pensando, ¿qué pasa si no se encuentra el aficomán? Sería un Séder Sin Fin. La abuela seguiría cocinando sus platos deliciosos. Nos podríamos quedar aquí para siempre. Una gran familia feliz”.

 “Fah”, dijo el tío Samuel, “¡nunca se me hubiese ocurrido semejante locura!”

Al menos la tía Flora parecía aceptar la idea. “Bueno, si pudimos vagar por el desierto durante cuarenta años...”

Samuel se volvió hacia mi papá buscando ayuda. “¿Séder Sin Fin? Jaime, trata de convencer al muchacho”.

- “Está bromeando. Un Séder eterno. Eso sí que está bueno, Nicolás”.

- “Papá, no estoy bromeando”.

Samuel habló en voz baja y con tono serio. “Se está haciendo tarde. Comí demasiado. Tenemos que irnos. Mi oferta final son quinientos pesos”.

- “¡Quinientos pesos!” El rostro de Diego se iba enrojeciendo cada vez más.

Esto solamente hizo que Nicolás se pusiera más firme. “Tío Samuel, ¿cómo puedes ponerle precio a algo tan valioso? ¿A una simjá? ¿A estos rostros sonrientes?”

- “Aprecio lo que estás tratando de hacer”, dijo Samuel. “Tu corazón está en el sitio correcto. Pero ya es suficiente”.

Con un grandioso gesto levantó el cubre-matzá que tenía delante de él y extrajo un trozo.

- “¿Ves este pedazo? Esta matzá es la que estaba cerca del aficomán. Quizás el Profeta Elías entró a escondidas durante el Séder e hizo una transmutación de los poderes de finalización del Séder del aficomán hacia la matzá que ahora sostengo en mi mano. Por lo tanto, la considero aficomán por asociación”. Empezó a partir la matzá y distribuirla entre sus hijos.

Nicolás estaba horrorizado. “¿aficomán por asociación? ¡Por favor, tío Samuel!”

- “Muy bien, ¡demuéstrame que esta matzá no proviene del mismo trozo más grande de Matzá del que provino el aficomán! ¿O quizás este sea el aficomán original y se deslizó hacia el fondo durante el envío?“

Papá se sentó al lado de su hijo. “No entiendo, papá”, suspiró Nicolás. “Pensé que todos queríamos que esta noche durara para siempre”.

“Fue una idea muy generosa, Nicolás. Pero piensa en esto: si este Séder nunca terminara, no podríamos celebrar el Shabat. Sin mencionar Janucá y tu bar. mitzvá“. “Janucá”, repitió Nicolás en voz baja.

Papá apoyó su mano en el hombro de Nicolás. “A veces deseamos que el tiempo se detuviera, que los cosas nunca cambiaran. Pero, sin el cambio de las estaciones, la vida misma no podría existir. No saldría el sol. Nunca llegaría el amanecer de un nuevo día con sus promesas y misterios”.

Para ser un dermatólogo, papá podía ser bastante filosófico. “¿Quién sabe? El año que viene podríamos estar todos en Israel, comiendo platos nunca antes probados, celebrando con primos desconocidos hasta ese momento”.

Nicolás se quedó pensando un momento, después salió de la habitación y volvió con el aficomán faltante en su mano. Quebró un trozo, se lo alcanzó a papá y cada uno tomó un bocado.

Nicolás sonrió por primera vez en toda la noche.

- “El año que viene en Jerusalén”, le dijo a su padre.

- “Sí, Nicolás. El año que viene en Jerusalén”.

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