Dinorah Polakof es de las colaboradoras del Semanario Hebreo de la vieja guardia. De la época del viejo Iero (José) según me contó alguna vez. Es además crítica literaria y docente de educación inicial. Es tan famosa que hasta tiene entrada en la Wikipedia, con lo cual resulta muy fácil saber su edad. También en la enciclopedia virtual aparecen sus dos libros publicados: Mi tortuga Tomasa y Al abrigo del samovar.
Este último, el del samovar, se presentó hace unas semanas en la Nueva Congregación Israelita. Del evento tomó parte René Fuentes, poeta cubano radicado en nuestro país hace muchos años, docente universitario; y parte fundamental de la publicación de Dinorah, que se gestó primero en el taller literario de Rafael Courtoise, y terminó por cristalizar a través del trato con niños, forjado a través de los años. “Fueron ellos quienes me enseñaron el vasto universo infantil”, escribe Dinorah en la introducción acerca de los pequeños de jardín.
Por todo esto, hay que decir en primer lugar que, más allá de su cortedad y su temática, Al abrigo del samovar es una obra bien trabajada, con una interesante distribución de palabras, comas, puntos, incluso diálogos. Dinorah (imposible decirle Polakof) fue capaz de amalgamar una lista de cuentos de la bitácora personal, sin perder un estilo propio, y más que nada, la prosa justa.
Mucho más que cuentos, son 19 retazos que posiblemente la autora haya guardado en toda una vida. Retazos que le habrán contado o que habrá leído, o una mezcla de ambas, pero que siempre retrotraen a los abuelos (los cuatro) nacidos en Rusia y Lituania. Desde la vida estrecha en Europa, pasando por el viaje en barco, los estragos de la inmigración, hasta acomodarse a la fuerza en un mundo nuevo.
Como sabrá el lector, Dinorah es activa en el Centro Recordatorio del Holocausto. Pero el Holocausto queda de lado en estas historias, que pueden ser tan tiernas como duras. Pueden llevar una mirada de lo más pueril, hasta el drama del ojo adulto; y sí que son relatos polifónicos, aunque nunca una novela como dice la contratapa.
Hay una cándida reminiscencia que va de lo yiddish a lo ruso lituano, con la babke, la balalaika, el kreplaj, el borsch. Y así con otros tantos elementos e idílicos personajes: el capitán del barco, el oficial de Inmigración, el cuentenik vendiendo a destajo, los cambios de nombres, la máquina Singer, una niña jugando con el abuelo bajo el árbol… Podemos encontrar también una carta enviada al otro lado del mundo, contando la extrañeza del país nuevo; una discusión clásica con un regio funcionario; y hasta un poema de romanza. Y cada tanto aparece la voz narradora en primera persona, acaso una Dinorah niña escuchando historias de grandes.
Al abrigo del samovar es asimismo un texto que saltea las reglas del tiempo, que va y viene de una patria a otra, pasando por el mar inmenso, y que fusiona esa ilusión que algunos llaman orden cronológico. Porque, en definitiva, así es la memoria también, igual de caótica.
Por su estilo, el libro tiene el encanto de poder abrirlo en cualquier momento, y en pocos segundos conocer una historia simple y a la vez poderosa, vívida. El encanto también de leer a los más pequeños, ir explicando tal o cual situación con los cuidados dibujos.