Mundo Judío

Las emocionanes revelaciones del periodista Robert Rocha

No contamos nada nuevo al escribir que Jabad Uruguay tiene siempre nuevas ideas para acercar a la gente al judaísmo  y a conocer la experiencia de la vida de acuerdo a los preceptos y pilares de la Fe judía. Una de las más recientes, el sábado de la semana pasada, fue una serie de conferencias estilo Ted, que Jabad presentó como la nueva edición de TEN por Shavuot. Con todos los participantes (Maia Saps, Bruno Petcho, Jacqui Schwarts, Sebastián Korytnicki, Carolina Sur, Mariano Juchnowicz, Geraldine Chapochnick y Robert Rocha ) vale la pena conversar. Pero hoy tenemos una entrega especial,  el periodista Robert Rocha, muy conocedor de la vida de la colectividad, por interés general y más que nada por vínculos estrechos, casi familiares, con grandes amigos.

Robert como maestro de ceremonias en la celebración de los 70 años de Israel

 

El texto que reproducimos a continuación, es la charla que brindó Robert en la activiad organizada por JABAD. No fue él quien nos la envió sino un apreciado amigo, David Kliman, siempre pendiente de cosas buenas para compartir que considera nos pueden interesar. Gracias pues a él por ello. Y a Roberto, por la charla y por las fotos que accedió a enviarnos para ilustrar esta nota.

 

 

 

Buenas noches. Gracias por esta invitación, que para muchos puede resultar insólita.

¡Un goy hablando sobre shabat! ¿qué le pasó al rabino? ¿Se volvió loco? ¿está mishiguene?

 

Pero para quienes me conocen, esta historia que les voy a narrar no es nueva y ha marcado el rumbo de los últimos veinte años de mi vida.

 

Crecí en el interior de Uruguay, allá al este, en Treinta y Tres.

No provengo de una familia adinerada. Tampoco puedo decir que era una familia pobre, porque la pobreza no debe medirse en cuestiones materiales. Digamos que viví una infancia en el seno de una familia humilde. 

¿Por qué digo esto? Porque las tradiciones familiares mayoritariamente se trasmitían por narración oral. En nuestra familia no existían documentos, archivos, cuadros o ese tipo de elementos que den testimonio del pasado.

 

Cuando la curiosidad me llevaba a preguntar a mi padre o a mi madre por la historia familiar, ellos inexorablemente se remitían a contar cómo había sido su vida de chicos, o la vida con sus papás o sus abuelos.

Robert de bebé, con sus padres

 

En esa dinámica, siempre me llamaba la atención sobre un personaje a quien no conocí pero que estaba permanentemente presente en los cuentos de mi madre: su abuela, es decir, mi bisabuela materna.

 

Desde mi inocencia de niño, cada vez que escuchaba alguna historia sobre ella, siempre concluía que era una mujer muy rara.

 

“Nunca se dejaba ver el pelo” decía mi madre. Lo cubría con un pañuelo que lo ajustaba en su cabeza y era muy estricta en esa regla.

 

“Sólo yo lo podía ver cuando me quedaba con ella. E incluso, me pedía que la peinara”, seguía contando mi mamá con indisimulado orgullo por la tarea.

 

A mamá le encantaba hacer pan casero. Lo hacía todas las semanas. Me acuerdo que tenía un horno de lata para primus. Y ahí ponía un pan riquísimo, que lo hacía como una trenza. 

 

Y cada vez que amasaba el pan, tomaba un trocito pequeño de la masa cruda y lo ponía en el fuego.

 

“¿Y eso? ¿Para qué es?” indagaba yo. “Es una simpatía” decía mi madre “Me lo enseñó mi abuela” “¿Y para qué sirve?” Insistía. Quizás un poco por falta de información, a mamá ya no le gustaba mucho que yo siguiera preguntando y terminaba la conversación diciéndome “Bueno, así lo hacía la abuela y así aprendí a hacerlo yo”. Y ahí terminaba la indagación.

 

Había en particular, un hecho que era reiterativo entre los relatos que mi madre hacía sobre su abuela. 

 

Esta buena señora, de quien les estoy contando la historia, vivía alejada de la casa de mis abuelos. Mis abuelos tenían un pequeño campo, donde tenían instalado un tambo bastante rudimentario. Ellos vivían en el cuerpo principal de la construcción, pero mi bisabuela vivía en una casa alejada unos 50 metros.

 

Mi madre, tenía el encargo de mi abuela, de acompañar a su abuela y es por ello que -aunque fueran tres hermanas- era mi mamá quien pasaba más tiempo con esta viejita.

 

Quizás por eso, una costumbre reiterada que mi madre veía que hacía mi bisabuela era un acto casi secreto, que sólo ellas lo compartían.

 

Cada viernes, coincidentemente con la salida de la primera estrella, mi bisabuela encendía dos velas y hacía un rezo en un idioma “raro”, según me contaba mi madre.

 

Y después de encender las velas, las ponía en un aparador, como escondida para que no la descubrieran. 

 

¡Mis preguntas no cesaban! Que no la descubrieran ¿quiénes?... vivían en el medio del campo. La urbanización más cercana estaba a más de diez kilómetros y la casa del vecino del campo de al lado estaba muy lejos como para poder ver lo que pasaba entre las paredes de la casa de mi bisabuela.

 

Y si yo insistía en obtener más información, mi madre me decía casi con enojo “¡Bueno, mi abuela no era una bruja! Ella tenía esa costumbre y yo la respetaba”

Y así, el tema se daba por laudado.

 

Quiero contarles que no escuché esta historia una o dos veces, la sigo escuchando hasta el día de hoy en que -gracias a Di-s- mis padres están vivos.

 

La verdad que esta señora era un verdadero misterio para mí, pero cada vez que yo intentaba preguntar algo más sobre las raras prácticas que tenía la buena señora, mi mamá era cortante. 

 

Se imaginarán que, a la edad que me contaban estas historias, podía tener mil preguntas, pero no me afligía demasiado si no encontraba las respuestas adecuadas.

Otro hecho que me marcó fuertemente, fue cuando se produjo la primera muerte de un familiar cercano, teniendo yo conciencia. Se murió mi abuelo paterno.

 

Y recuerdo que -apenas enterados de la noticia- mi madre decidió tapar el único espejo que teníamos en casa y le puso una frazada encima.

 

A mi me daba mucha vergüenza preguntar por qué se hacía eso. Estábamos inmersos en el dolor que supone una pérdida tan cercana y no me parecía correcto estar preguntando por qué se tapaba el espejo. Pero algo me decía que también era una práctica heredada de mi bisabuela materna. 

 

En el año 1992, cuando tenía 18 años, terminé la educación secundaria y me instalé en Montevideo para comenzar en la Facultad de Medicina. 

 

Ese mismo año, comencé a trabajar en radio, así que la Medicina fue quedando poco a poco de lado, hasta que, en tercero de Facultad, opté por abandonar esa carrera.

 

Igualmente sentía que debía formarme en educación terciaria pero esta vez, eligiendo algo que tuviera que con lo que ya estaba haciendo, es decir, mi trabajo en radio.

 

Fue así que me inscribí en la carrera de comunicación ORT. Por aquel entonces, en 1996 aún no era Universidad y apenas un año antes se había incorporado esta licenciatura a la oferta de ORT.

 

No crean que en ORT aprendí mucho de judaísmo, pues tampoco era un tema que me inquietara. Y la institución mantenía una política muy laica para con sus alumnos.

 

Allá por el año 2000, me vinculé por cuestiones laborales, con una familia que -con el paso del tiempo- pasaron a formar parte de mis afectos más cercanos. La familia Cynovich.

 

Con Marcelo Cynovich, un conocido líder y referente de la comunidad judía en Montevideo, teníamos largas y muy gratas charlas sobre diversas cuestiones. 

Un día, le conté sobre algunas prácticas de mi familia que las encontraba muy emparentadas con ritos que yo veía en su familia.

 

Fue Marcelo quien me alentó a que buscara más información sobre aquella señora que tenía estas costumbres tan particulares. 

 

Pero una vez más me encontré con ciertas limitantes, entre ellas, la ya mencionada oralidad para encontrar testimonios. Al no estar escritas en un papel, las historias pueden deformarse según el ánimo o el recuerdo de quien las narre.

 

Fue entonces que se me ocurrió preguntarle a mi padre, si él había conocido a la abuela mi madre. 

 

Papá me contó que si bien la conoció cuando se hizo novio de mi madre, era una señora muy parca y de pocas palabras. Prefería recluirse en su casa, tenía poca sociabilización. Pero recordaba claramente, que cuando falleció fueron a abrir la casa y juntar sus pertenencias para buscarles algún destino y le llamó la atención que -entre las cosas que encontró- había un candelabro que tenía siete brazos. 

 

A estas alturas, yo ya tenía clara la definición de Menorá.

Pero, además, me dijo que había encontrado una especie de manta blanca, con líneas que -según le explicó mi abuela, sin demasiados detalles- era una “manta religiosa”.

 

Sé que todas las referencias que aparecen en esta historia no les resultan extrañas. Por el contrario, son familiares a cada de uno de ustedes.

 

Pero cuando yo tenía 18 años, no tenía idea qué era un talit, una menorá, menos qué significaba shabat. 

 

Cuando comencé a entender el significado estos ritos familiares; de estas costumbres que parecían inexplicables, entonces comencé a sentir un vínculo muy especial para con aquella señora que escondía la vela de Shabat para que no la descubrieran.

 

Leyendo encontré información sobre cuestionamientos públicos que se hacían por parte de autoridades de la iglesia católica y hasta la persecución de judíos sobre quienes existía aún desconfianza de su conversión forzada, hasta entrado el siglo XX. Ahí entendí de dónde provenía el miedo de esta señora que era capaz de encender velas y esconderlas.

 

Pero me estremeció aún más pensar que esa viejita, que mantenía el rito de encender la luz de Shabat creyera que con ella se terminaría su historia y que quizás nadie la rescataría. Pienso que, en lo más profundo de su ser, confiaba que alguien conociera esto y encendiera nuevamente su luz.

 

La primera vez que estuve en Israel y visité Jerusalem, estuve -obviamente – en el Kotel. Mis amigos me habían dicho sobre la extraordinaria experiencia que se vive en ese sitio, sobre la energía que se percibe... Y efectivamente fue así. Pero, para mi, la experiencia más fascinante fue vivir el primer shabat en Jerusalem. Esa experiencia fue increíblemente conmovedora, aún más que la visita al Kotel. Mi cuerpo sintió una paz que nunca antes había experimentado. Me sentí en un equilibrio que jamás antes percibí. Fue el éxtasis. 

 

De alguna manera, la celebración de shabat me conmovió a tal punto que sólo podía vivirlo alguien que tuviese una estrecha conexión con esta historia.

 

Hay un libro, escrito por el rabino Abraham Leib Berenstein, que se llama “¿Casualidad o Causalidad?”

 

En ese libro, el Rabino Berenstein plantea que los hombres tienden a interpretar las cosas que suceden a diario como consecuencia del azar. Sin embargo, si analizamos los hechos concatenados (no aislados), nos vamos a dar cuenta que Hashem pone las cosas en su lugar a su debido tiempo.

 

Vean ustedes esta breve anécdota que me aconteció hace algunos días, y con esto termino.

 

Mi querida amiga Rita Vinocur, directora del recordatorio de la Shoa aquí en Uruguay, me invitó para que fuera el presentador de una muestra de fotografías de sobrevivientes del Holocausto en Uruguay.

 

Siempre digo que parte de mi identidad la he ido descubriendo gracias a poder participar en eventos como estos, así que acepté gustosamente. 

 

Rita me consultó a cuánto ascenderían mis honorarios y le dije que de ninguna forma cobraría, por el contrario, le expliqué que para mí significa un honor poder participar. Sin embargo, ella insistió y me pidió que le dijera qué obsequio me podría hacer en señal de gratitud. Entonces le dije, regálame una kipá. Le expliqué que había extraviado mis kipot, ya por un viaje, por un descuido, en fin. Lo cierto es que no tenía kipá y ese obsequio me parecía excelente. 

 

El día que llegué al evento, Rita me estaba esperando con un bolso grande (¡menuda kipá¡ Pensé), pero me explicó que le parecía muy poco obsequiarme una kipá, así que se había tomado la libertad de elegir otro obsequio -aparte de la kipá- que seguramente me gustaría mucho.

 

Eran dos candelabros para Shabat. 

Nunca habíamos hablado sobre esa celebración. Aunque nos conocemos hace muchos años y sentimos mucho afecto mutuo, ella nunca me preguntó si yo observaba shabat. 

 

Días más tarde, el Rabino Mendy me llamó desde un aeropuerto, porque se le ocurrió que quizás yo hoy podría estar aquí narrando esta historia.

 

Quiero creer que lo que hoy sucede no es fruto de la casualidad, sino de la voluntad divina de que el resplandor de esa vela que encendía mi bisabuela, continúe encendido para siempre.

 

Robert con Mendy Shemtov, la primera vez que se puso Tefilin

 

 

 

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