De mi libro "Mujeres de mi familia"
Tercera y última parte:
¿Lea en una sinagoga?
Lea y Sarita jugaron disfrutando al máximo el reencuentro.
Agustín las sacaba a pasear a ambas durante las tardes.
Las llevó de paseo al parque Rodó, al Prado al zoológico y hasta un cine adonde daban películas de dibujitos animados de forma continuada.
A la noche aprovechaba a visitar con su hermana y su cuñado a los paisanos que no veía desde que se había instalado en el interior.
Muchos de ellos lo criticaban constante y abiertamente por haberse casado con una goy (en boca de ellos era más despectivo el término), una “shikse” (más despectivo aun) y hasta le decían en su propia cara Shmock (abombado) te casaste con una curve (una puta).
Eran más las veces que Agustín y las niñas terminaban yéndose temprano para evitar males mayores que las que terminaban completa la visita.
Lea y Sarita se mataban de la risa ante estas peleas de las personas mayores.
Lea conversaba mucho con Sarita llegándole a preguntar por qué los judíos habían matado a Dios y Sarita levantando los hombros con un gesto en la cara y en silencio no le contestaba nada. Entonces entre las dos arrinconaron a la prima mayor, María que tenía ya doce años la que les dio una respuesta muy cortita diciéndole que ellos, los judíos no creían en Jesús pero que si creían en Dios y rezaban todos allí al lado adonde había una sinagoga que era su iglesia.
Lea no le entendió nada, pero esto la dejó más intrigada todavía.
Una mañana muy temprano, cuando creyó que todos todavía dormían vio que la puerta que comunicaba la casa con “esa iglesia” estaba abierta.
Fue caminando sin hacer ruido y vio a lo lejos a su tía haciendo la limpieza del lugar.
Pensó en hablarle, pero tuvo miedo de que la echara, entonces se escondió en uno de los huecos entre las hileras de los bancos de rezos.
Cuando la tía se fue y cerró la puerta comenzó a recorrerla de punta a punta.
Era una iglesia igual a todas lo único que esa tenía un tablado central con barandas y carecía totalmente de estatuas con vírgenes y santos adornadas con cientos de luces alrededor.
No había velas ni cruces ni siquiera un piano.
De un costado había un telón a medio correr que dividía en dos partes al salón y los bancos largos estaban instalados como para sentarse del costado.
Sobre uno de los bancos había cantidad de libros iguales de tapas negras alineados perfectamente como esperando que alguien los tomara y también una caja de madera llena de sombreritos negros en tela cada uno con una estrella dibujada.
En la pared del frente bien a lo alto en una ventana, vidrios de varios colores formaban una gran estrella por la que comenzaba a entrar una luz enceguecedora.
Esto la asustó, pero quedó viendo como cada vez se hacía más grande el rayo de luz y la rodeaba envolviéndola totalmente en un círculo perfecto.
Todo estaba en un profundo silencio y así se mantuvo por un rato muy largo.
De pronto pareció que alguien le hablaba sintió una voz ronca pero suave que decía su nombre
- ¿Lea… tu eres Lea verdad? La hija de Agustín
Lea no quiso mirar para atrás y le contestó respetuosamente que si
- ¿Lea… vamos a hablar un ratito quieres?... Continuó diciendo la voz
- Si señor… contesto ella sin mirar hacia atrás
El hombre le acarició la cabecita y le explicó de qué se trataba ese lugar más o menos en términos de que una niña de cinco años le pudiese entender.
Lea no hizo preguntas y escuchó todo con atención, pero siempre sin mirarlo
Cuando este señor al que ella con el tiempo describiría como alto, de gran barba y con un saco larguísimo que le llegaba hasta más debajo de las rodillas, le colocó una cadenita en su cuello con una estrella que comenzó a cuidar como el mejor regalo que le hayan hecho nunca.
Después de un rato cuando comenzó a llegar más gente, este señor al que ella siguió sin mirarlo del todo, la acompañó hasta la puerta que comunicaba con la casa de sus tíos y Lea se fue nuevamente por donde había venido hasta a su cama en la que Sarita dormía todavía muy plácidamente.
Ella se sacó la cadenita y la escondió entre sus cosas para que nadie pudiera arrebatársela. Entonces Lea la usaría el resto de su vida como un regalo de Dios, su nuevo y único Dios, el Dios de los judíos con quienes ya se sentía identificada.
Lea ya era una niña judía más, pensó con sus escasos cinco añitos y ella nunca sería capaz de matar a ningún Dios, así que no creería nunca eso de que los judíos lo hubiesen matado.
Lea, a pesar de que la familia de su madre la había bautizado en la iglesia católica, a partir de ahí tomó esa elección de ser judía y así lo practicó durante toda su vida.