Israel

La búsqueda desesperada

(En memoria del uruguayo Miguel Lancieri Lomazzi)

(Escrito por una de sus hijos, Gisela)

Las agujas del reloj marcaban cerca de las dos de la tarde, un día de verano del mes de febrero, allá por el año 1988. Un calor húmedo y fuerte golpeaba el asfalto de las calles vacías de la ciudad uruguaya de Paysandú;  propio del horario de la siesta de toda ciudad del interior.

Miguel llegó a la casa de sus padres, donde su esposa y sus tres hijos lo esperaban;  alegre y ansioso como un niño -con esa energía que lo caracterizaba- e incentivó, a todos los presentes (hijos, sobrinos, amigos de amigos), a subirse al auto, con baldes de agua, bombitas y todo lo que podía servir de “arsenal”, para comenzar un verdadero día de carnaval.

Así fue como lo seguimos.

Todos lo hicieron, como era común en él, con su enorme sonrisa y alegría, capaz de convencer a todos. Contentos, pero sigilosos, llegamos unas cuadras más abajo. Ahí, al parecer, era el punto de encuentro. Pero no había nadie. Tal vez nos habíamos equivocado de lugar. En un segundo, como si nos hubiesen armado una emboscada aparecieron, gritando y riendo, niños, mujeres, abuelas y abuelos, con ollas y baldes con agua, bombitas enormes…y  comenzó una hermosa y divertida tarde de carnaval!

Así era Miguel, vital y  alegre con las simples cosas de la vida. Un hombre que,  a los 26 años, buscando un destino, dejó aquella ciudad que lo vio crecer y partió, junto a su reciente esposa, Nelly, y la familia de ésta, a la enorme ciudad de Buenos Aires, soñando con, algún día, brindar  a sus hijos un buen porvenir.

 

En 1975 nació Maximiliano, el primogénito varón. A los tres años las mellizas, Yanina y Gisela, sus “mellicitas”, y,  diez años más tarde, llegó a sus vidas Juan Mauro, “Maurito”, el bebe mimado de la familia entera; su debilidad.

Corrían los primeros meses del año 1992 y Miguel Ángel,  con sus esplendidos  45 años,  estaba lleno de proyectos. Ese verano no pudo ir, como le gustaba, a las playas de la costa uruguaya. Punta del Diablo y la Fortaleza de Santa Teresa quedarían para el próximo año.

 

Vendió el auto y se quedó con la camioneta,  que compartía con Fabián, su socio. La  utilizaban para colocar equipos de aire acondicionado. Un gran proyecto laboral, en su querido Paysandú, estaba en pleno crecimiento. Esa camioneta  que,  el 17 de marzo de 1992,  Miguel decidió no manejar porque una fuerte gripe, que lo había tenido en cama la semana anterior, aún lo mantenía débil. Así fue, como, a diferencia de otros días, bajó las herramientas en  la puerta del edificio de Arroyo y Suipacha, lindero a la Embajada de Israel.

Allí, a las 14:45 horas –según había marcado en su agenda-  lo  esperaba un cliente.

 

Aún no sabemos si llegó a tocar el timbre o  si alguien le  contestó.

Tampoco  sabemos si vio alguna situación extraña.

 

En un parpadear de ojos Fabián lo perdió entre la nube de polvo y escombros. Todavía se pregunta ¿cómo hizo para llegar desde el centro al barrio de  Flores, donde Miguel vivía con su familia para avisar  a Nelly, su mujer, lo que había pasado?

 

Fue recién dos días después que la noticia de su muerte llegó, en la voz quebrada de Nelly, quien cubierta de un llanto desgarrador  se envolvió en un abrazo eterno con sus tres hijos, mientras Maurito, el cuarto, de tan solo  dos años, dormía inocente en un rincón de la casa.

Fueron 48 horas de búsqueda desesperada en hospitales, comisarías y morgue. Dos días de  angustia, de dichos y  contradichos, suposiciones, rezos y esperanza, hasta encontrar el cuerpo de Miguel que,  desde el primer día,  yacía en la Morgue Judicial; un  cuerpo irreconocible por efectos de la onda expansiva de aquella bomba que,  el 17 de marzo de 1992, a las 14:50 horas estalló en la sede de la Embajada de Israel, al 900 de la calle Arroyo, de la ciudad de Buenos Aires, llevándose a Miguel, mi padre y a 22 personas más y, con ellos, la felicidad y paz de sus familias y seres queridos.

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