Por Ruben Kurin
Cuando Omar despertó esa mañana, algo le dijo que a lo largo de los años se había enemistado con demasiada gente. Decidido a examinar sus amistades actuales, la poca familia que tenía, agarró una birome y un papel y comenzó a hacer una lista. Vivía solo en un triste apartamento de la calle Defensa y con la lista en mano, resolvió llamar a Javier.
Hace como veinte años que no lo veo, éramos tan amigos y no sé ni por qué nos peleamos, se dijo en voz alta.
La pelea había sido grande. Tan grande que Javier lo golpeó con un palo en la cabeza, interviniendo así la policía y los tuvieron que llevar a él a la policlínica y al amigo detenido veinticuatro horas. Lo llamó.
Al otro día cuando llegó al viejo bar de Arocena, buscó en las mesas exteriores y no vio a Javier.
Entró y siguió buscando hasta el final de aquel viejo bolichón, mientras un partido de fútbol tenía embobados a los parroquianos, con las cabezas dirigidas al sagrado televisor adosado a lo alto la pared.
A la izquierda, la antigua barra de mármol overo, con algunas rajaduras por los años que aguantaba los codos y los puñetazos añejos de discusiones sin importancia. Fiel testigo de las voces que arreglaban el mundo día a día.
Vasos con caña, grapa, whisky y el tan preciado vermú con papas fritas, eterno aperitivo de algún dinosaurio viviente.
Entró en el baño del fondo mirando a su paso, con una débil sonrisa, aquellas máquinas tragamonedas de pantallas electrónicas, una con una ruleta y otra con un juego al que no se ocupó de analizar y que estaban allí, ubicadas al lado de la puerta del baño.
El clásico tufo a orín de jubilado, lo hizo salir casi inmediatamente del recinto, sintiendo como a sus espaldas la puerta de madera compensada, daba un impertinente golpe causado por una goma elástica, tan casera como eficaz.
Eran las doce treinta y habían quedado en encontrarse al medio día, sin especificar la hora exacta, por lo que Omar ya se estaba arrepintiendo de no haber fijado.
Iba a salir a la calle para esperarlo sentado en una de las mesas de la vereda, cuando sintió un chistido.
Al mirar un oscuro rincón, sentado con la mano levantada, como pidiendo la palabra o llamando al mozo, se encontró con un extraño personaje, al que no atinó más que a contestarle con un dedo en el pecho
—¿Me hablas a mí?
—Sí, es a vos ¿no me conocés?
Cabello lacio, largo hasta los hombros y con raya al medio. Lentes tipo John Lennon, una polera tapando su flaco cuello y un saco de antílope marrón que en otros tiempos podría haber sido una sensación.
Pantalón muy angosto de pana, mocasines en un color indescifrable, cruzado de pies y una media caída que dejaba ver la pierna peluda.
En una mano, el cigarrillo de armar apagado entre los amarillentos dedos que hacían juego con el color de los desparejos bigotes que apenas dejaban ver esa sonrisa con los dientes del mismo tono. Un collar de tiento con montones de chirimbolos, vaya uno a saber de qué eran, destacándose en la parte más baja, un colmillo y una cruz en madera natural. Era un personaje salido de los años setenta y recién bajado de la nave del tiempo.
—¿Sos vos Javier?
—¡Claro que soy yo “men”!
Fueron caminando hacia la rambla y se pusieron a conversar.
Omar quiso sacar en la charla el tema de la pelea, pero no vino al caso.
Anduvieron toda la tarde. Comentaron de los viejos tiempos, de los actuales. Se rieron de su onda hippie a pesar de la edad y se despidieron diciéndose que iban a verse pronto otra vez.
Ya se había reencontrado con un amigo de los perdidos y estaba dispuesto a buscar algún otro.
Volvió a apoyar el dedo en el papel de la vieja agenda y encontró a Elena Zulma.
Nunca supo si Zulma era apellido o segundo nombre.
No tenía noticias de ella desde aquél tremendo cachetazo que él le pegó en un baile, por haberla encontrado fumando marihuana. Vivía en el “El Prado”.
Estaba cabeceando y casi se duerme en el viaje en ómnibus, cuando el guarda anunció:
—Llegamos a destino ¡Agraciada y Carlos María Ramírez!
Se había pasado cinco cuadras. No le importó porque era bajada.
La noche anterior había dormido poco pero muy bien, contento por el reencuentro con Javier. Entonces, el movimiento aburrido del colectivo lo hizo robar una siesta.
Caminó hacia el viaducto y dobló hasta la calle Santa Lucía. No sabía el número de puerta pero era seguro que conocería la casa en cuanto la viera.
Al llegar lo tomó de sorpresa que en ese lugar había instalada una frutería y verdulería.
Fue hasta la vereda de enfrente y miró otra vez hacia los costados. No cabía duda alguna, era allí.
Debajo del toldo y sobre la vereda, un millón de cajones apilados exhibiendo diversas mercaderías. Una balanza colgada del techo y dos muchachones despachando a los clientes. Más atrás, una especie de mostrador cuadrado con una caja registradora encima. Una señora gorda, con un pañuelo atado a modo de turbante pirata en la cabeza, un cigarrillo en la boca y cobrándole a un anciano cliente, a la vez que miraba por encima de los pequeños anteojos de leer, que apenas se sostenían en la punta de su nariz.
Cruzó hacia allí nuevamente y se dirigió a ella.
—Disculpe señora ¿No sabe por casualidad adonde se mudó la gente que vivía en esta casa antes de ser un almacén?
—Se fueron al diablo ¿Usted qué quiere y para qué los busca? Pablo CHE TARADO no te das cuenta que te está robando una manzana ese gurí correlo y traemelo aquí, rápido que se te escapa
Fueron las palabras de la gorda que se dirigió al empleado a los gritos, bajándose de la tarima en que estaba subida y corriendo hacia la vereda.
El joven cansado le trajo al ladronzuelo y ella misma le dobló una de las orejas hasta hacerlo arrodillarse de dolor y lo echó a las patadas, infiriéndole tremendos improperios.
—¡Y que no te vuelva a ver por aquí porque te saco a patadas en el culo a vos y a quien te venga a defender! ¿estamos? Usted ¿qué me preguntó, ah, por los anteriores dueños? Mire señolamentablemente o por suerte, durante los últimos cuarenta años viví acá. No tuve ningún príncipe encantado que me saque de esta pocilga, por lo tanto, creo que moriré acá. Soy y seré la dueña de esto. No seré millonaria pero a nadie le debo nada.
—¿Zulma, Elena Zulma? ¡Sos vos, no hay duda!
La mujer se sacó los lentes de cerca y se puso otros más grandes. Se los volvió a sacar para limpiarlos y se los puso otra vez.
—¿Omar, Omarcito?
Inmediatamente de esta ordinaria exclamación, se arrepintió. Pero igual se le acercó y lo abrazó fuertemente, lo que a este no le pareció una brillante idea, apenas pudo aguantar el olor a las legumbres impregnadas en la ropa en el cuerpo de su obesa amiga.
—Esperá un segundo
— ¡Che, voy para adentro un rato, pobre del que me robe algo miren que la platita del cajón está bien contada!
Vení, ahora sí, vamos adentro ¡Pero qué alegría verte!¡Qué paliza que me diste aquella noche!
Una vez adentro:
—Un momento, mirá como estoy. Me doy una ducha me cambio y hablamos, sentate por favor Oma ¡Ay Omar!
Era otra persona en cuanto salió arreglada, un poco gorda de más pero absolutamente cambiada.
Se contaron todo lo que se tenían que contar, pero lo que más le asombró fue que, el cachetazo famoso que Omar creyó fue el motivo de la pelea, aquella mujer se lo agradecía constantemente.
—Si no hubiese sido por vos, hoy yo sería una drogadicta. ¿Te acordás la paliza que me diste? ¡Fue impresionante!
—¿Tanto? Yo pensé que fue solo un golpe
—¡Casi me mataste a golpes Estaba muy enamorada de vos
—Nunca me lo dijiste
—En aquella época, los hombres tomaban la iniciativa.
—¿Te casaste?
—Dos veces y los mandé a freír espárragos, querían que yo los mantenga. No hijito, yo no soy otaria
—¿Tenés hijos?
—Uno y gracias a Dios no es de ninguno de los dos, porque como no pude tener, lo adopté. ¡Si señores, sólo mío! Estudia medicina, ya entró en la preparatoria,ese me va a salir bueno. Venite el domingo que no trabajo y almorzamos los tres.
Volvió al barrio con un impresionante bolso lleno de frutas y comestibles que la recuperada amiga insistió en regalarle.
Cuando abrió la puerta de su apartamento, ya no lo notó tan oscuro, ni tan húmedo, ni tan triste. Estaba como tomando vida.
Se acostó temprano porque quería sentarse con la lista y rescatar alguna otra amistad.
El domingo era seguro que iba a ir a lo de “la gorda” a almorzar y le preguntaría si Zulma era apellido o nombre.
Nuevamente apartamento de la calle Defensa y luego de darse una ducha, se sentó frente a la famosa lista.
Tachó el nombre de Omar, luego el de Helena Zulma.
Luego de esto, recorrió con la mirada el oscuro apartamento. Se levantó y acomodó la vieja silla de totora contra la pared para que no se cayese, debía ajustarla porque en cualquier momento se terminaría de romper. Recogió las persianas, debía aclarar el ambiente. Abrió las ventanas de par en par dejando entrar el aire. Solo consiguió ver los detalles defectuosos del lugar. Una capa de tierra cubría lo viejos muebles. En la biblioteca, se podía notar el tiempo en que los libros no habían sido tocados. Pasó el dedo por el borde de uno de los estantes observando cómo le quedaba negro.
Rumbo a la cocina, miró como el papel de la pared se había despegado en mugrosos trozos debido a la humedad y a los hongos. Puso a calentar el agua para hacerse café.
Colocó el frasco de instantáneo y la taza en la mesada de mármol. La miró y al ver la cascadura decidió que era hora de suplantarla por una sana. Abrió la alacena y sacó una de las compañeras del juego, que se suponía estaban sin usar. La puso debajo de la canilla para enjuagarla un poco y comprobó que también estaba rajada. Hizo lo mismo con las otras dos que le quedaban y no encontró ninguna en condiciones.
Al sentir el silbato de la caldera, trató de sacarla del fuego y se quemó la mano.
Luego de recorrer el camino hacia la ventana con aquél horrible café, aunque era la misma marca que venía tomando desde hacía dos años, pero hoy sabía peor que nunca, miró hacia la calle, observó el cielo, los árboles y respiró profundo un par de veces.
En la vereda jugaban a la pelota unos niños y con una cuerda atada a un árbol, una pequeña sostenía una punta mientras la otra saltaba y contaba
Ocho, nueve, diez. Casi no había autos
Volvió a la hoja e hizo lo mismo, su dedo eligió otro nombre, luego otro y otro más.
Pasaron los días y su soledad desapareció junto con el abandono en el que vivía porque esos reencuentros le motivaron a ir arreglando el apartamento de la calle Defensa
Logró hacerse nuevamente de una barra de amigos que también necesitaban compañía y que comenzaron a visitarse mutuamente.
Pero el principal punto de reunión era siempre el gran patio de la casa de “la gorda Helena Zulma” y es curioso a pesar de haber formado entre todos una verdadera familia que se juntaba los domingos a pasarla bien, nunca le preguntó si Zulma era nombre o apellido y al final
¿Qué importancia tenía eso?