En comunidad

Lo que mi padre no me contó

Por Ruben Kurin

Hoy decidí que tengamos esa charla aunque sabemos que los muertos no hablan.

Resolví escribir todo lo que venga a mi mente en esta imaginaria conversación con aquellas historias que nunca contó.

—Hola viejito  ¿todo bien por allí?

—Hijo que alegría  ¡no sabes las ganas de charlar contigo!, aunque te sigo viendo a diario, no sea cosa de que estés haciendo alguna macana, pero creo que la vas llevando bien, has madurado. Cumpliste setenta y seis así que pronto me estarás haciendo compañía. 

—Tengo un par de preguntas para hacerte que se me ocurrieron ayer viendo una película de emigrantes ¿Por qué nunca me contaste de aquel viaje desde que saliste de Lituania para llegar a estas  lejanas tierras?

—¿Y qué querés saber?

—Quiero que me cuentes la preparación del viaje, la despedida de tus padres y hermanos. Los amigos que dejaste, las costumbres, quien pagó tu pasaje, con quien viniste si con amigos o con alguien mayor si pensaste que alguna vez regresarías, sensaciones del viaje, anécdotas, quien te recibió, como conseguiste casa y trabajo, si no te enfermaste en el trayecto. Hay un bache en esta historia y que quizás lo quisiste enterrar en el pasado, 

—Vamos a ver ¡fue hace tanto tiempo! Te diré hijo mío que quise borrar esa etapa. No es fácil dejar a la familia a los dieciséis años. Es cierto que la ingenuidad que viene intrínseca con la inmadurez por la propia edad te ciega, sos joven y sos feliz por defecto. Eso es bueno pero a muy peligroso y cuando se memoriza es muy doloroso. Por eso la naturaleza es sabia y te dota con el don del olvido, te lo esconde en algún lugar del disco duro para que sigas con la vida, con las circunstancias del tiempo en que vivís.

—¡Hacerla corta viejo!

—Estás hablando con un muerto Si no aprendiste a escuchar llegaste a viejo de gusto.

—Dale seguí y no te enojes

—No  es fácil ni siquiera ahora acordarse de lo que quise olvidar. Quien quiere ver a su madre sufriendo y llorando por los rincones desde el día en que llegaron los pasajes que mandó mi medio hermano desde Estados. A quien le puede gustar sentir desde ese momento los consejos de un padre severo por su profesión de maestro religioso escuchando lo que Dios y el Viejo Testamento, la Tora y la rectitud a que nos obliga ser mensch (persona de bien) en la vida. Repasar los 613 mandamientos los sesenta días en que esperaba para viajar. En la casa paterna adonde, como ya lo sabes, había un jeder (escuela religiosa Judía). En ese momento, mi hermana un año mayor que yo ayudaba en los quehaceres de la casa y trataba de llevar adelante su asma, heredado de mi madre, todavía joven pero con cara de anciana. Mamá se había casado con un viudo, mi padre, que ya tenía tres hijos de su anterior matrimonio que la igualaban en edad. Se acercaba la fecha y mi mamá me preparaba el equipaje que consistía de un acolchado de pluma de ganso, dos cucharas soperas, dos tenedores, dos cuchillos y dos cucharitas de té. La ropa que traje no recuerdo en qué consistía de lo que si me acuerdo es de la valija en cartón. Llegó el día y tanto mi hermana como mi madre estaban atacadas de asma por lo que no me acompañaron a la estación del tren. La despedida con ellas la borré porque fue una tragedia. Ya en el tren, di un último vistazo para saludar a mi padre y traté de nunca más mirar hacia atrás porque supe que desde ese día el destino me depararía cosas mejores. No me equivoqué porque así fue. Nada vino fácil, pero quedándome allí me esperaba la pobreza y luego el horror del holocausto. Por supuesto que esto último no lo sabía ni yo ni nadie pero cuando recibís una señal hay que tomarla.

—¿Y dinero como te arreglaste con la plata te iba a alcanzar para el viaje, la comida y si caías enfermo. ¿Cómo hiciste con el idioma en que hablabas en idish, en inglés o por señas?

—Dejame hacer memoria que los muertos no tenemos cerebro, el mismo era de carne y ya se lo comieron los gusanos, tenemos que apelar al alma y eso duele y duele mucho porque tampoco los muertos tenemos lagrimas entonces el llanto te apuñala.

—Son muchos años que espero por este relato y la ansiedad me está matando

—La ansiedad no te va a matar, no se te va a ser tan fácil. Uno no muere y chau, se pasa por etapas muy jodidas antes.

Con la plata que yo traía, más la vianda que iba cuidando y racionándola bien me daba en el tren hasta llegar a Ámsterdam adonde comenzaba la travesía en barco. En el barco estaba incluida la comida que dicho sea de paso, nunca comí antes tanto y tan bien como allí. Lo único malo del viaje en ferrocarril era el frio y el trasbordo en las estaciones muy complicado con los papeles pero los compañeros de viaje contestaban a mis preguntas. La mayoría hablaban el idish. Cuando se complicaba y estaba entre goym (no judíos) buscaba algún religioso, conocidos por sus vestimentas incambiables hasta hoy. Ellos no gozaban mucho de mi simpatía porque a continuación de la explicación, venía una charla educativa.  Siempre te preguntaban de adonde venís hacia dónde vas y quienes eran tus familiares. Al yo responderle que era hijo de Rebe Benjamín Kurin de Vilna  ¡allí venia el discurso de ¡sí, lo conozco! tu papa es un sabio, un santo varón, y ayudó a mi primo a mi hermano o al vecino de enfrente, él  enseño a leer a mi hijo,  ofició en el casamiento de mis hermanos tradujo los pasaportes y le dio a fulano y a mengano las referencias necesarias para… bla, bla, bla. Lo cierto es que para tener un padre tan anciano y tan conocido como el mío, que nunca cobró un copec (moneda rusa) haciéndonos pasar hambre con sus ejemplarizantes principios había que aguantarse los halagos que para un chico. Sí, tener un padre famoso no era fácil.

—¿Lloraste en el camino?

—No me acuerdo haber llorado, pero sí recuerdo haber llorado las tres noches que pasé durmiendo en un banco de la plaza Independencia bajo la estatua de Artigas con mi valijita de almohada y un dólar en el bolsillo que valía menos que un peso uruguayo y lo tenía que cuidar para comer un pedazo de pan con un vaso de leche diario.

—¿Nadie te fue a esperar?

—Solo tenía la dirección de un alumno de mi padre que me iba a dar casa y comida hasta conseguir trabajo, poder alquilarme un cuarto e independizarme.

—¿Y no encontraste la dirección?

—Si,  la ubiqué enseguida pero al ver que era una casa adonde vendían artículos religiosos cristianos crucifijos entre otras cosas, nunca pensé que allí podía ser, pensé que era la dirección equivocada, Después de cuatro días, entré a preguntar y me atendió la persona que yo andaba buscando que no la reconocí porque se había sacado la barba. Él me veía pasar pero tampoco me conocía porque cuando él se había venido a América yo era muy chiquito. 

—¿Y el tipo no sabía que venias?

—Si pero la fecha y los datos exactos no los tenía no había computadora ni internet, ni siquiera teléfono. Una carta demoraba treinta o sesenta días en llegar, cuando llegaba.

—Me imagino.

—Antes de darme de comer me preguntaron él y su esposa por toda su parentela. Yo estaba con la misma ropa sin bañarme luego de haber pasado noches durmiendo a la intemperie hasta que en el medio de la conversación me quede dormido. Allí se dieron cuenta de la situación y me llevaron a un altillo con un catre con colchón de estopa adonde pude dormir como jamás volví a dormir en el resto de mi vida. Al despertarme, que era de noche me encontré en una habitación confortable, un clima agradable y un techo del que colgaba una lámpara con dos luces apagadas que me miraban fijo. Un viejo reloj dio doce campanadas lo que me avisó que todavía me quedaban como siete horas más en esa posición o sea mirando el techo. Allí comencé a llorar sin hacer ruido. Lo que mi boca repetía constantemente era la palabra mamá. Con los años jugando con las matemáticas saqué la cuenta de cuantas veces se puede repetir la palabra mamá durante siete horas y calculé alrededor de  252.000 veces. Luego consideré que ya había llorado lo suficiente y nombrado a mi madre más que lo que otra persona lo hubiese hecho durante toda su existencia. Decidí que a las siete de la mañana después de esa larga noche comenzaba mi vida.

—¿Qué pasó después?

—Allí comenzó mi vida y ustedes fueron esa vida, lo de antes si hay algo para contar, no me acuerdo ni me quiero acordar con las 250.000 veces que pedí esa noche por mi madre ya he cumplido.

— ¡Gracias don Samuel, adonde quiera que estés, te quiero mucho y nos vemos pronto!

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(Texto y fotos: Lily Dayton, cristiana israelí residente en Haifa)

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