Por Eduardo Zalovich
A fines del liceo me empecé a interesar en la política y la historia, motivado por alguna charla con el profesor Pedro Frank y en especial con Enrique Mena Segarra. Desde chico seguía las audiciones de José Jerozolimski -Iero- en CX 46. Siempre que podía iba hasta “La Pasiva” de Plaza Independencia, donde después de terminar la audición de “Radio América”, se juntaba un grupo muy variado de personas a conversar con él, director a la vez del “Semanario Hebreo. Padre además de mi amiga y compañera de clase Ana Ruth -Janele- que continúa su labor periodística.
Yo había escrito algunas notas, la primera sobre el acuerdo de paz egipcio-israelí. Estaba cursando Historia en el IPA cuando llegó la oferta de colaborar en el semanario, específicamente en la corrección de los artículos antes de su impresión. La recibí con alegría, fue mi primer trabajo y admiraba la obra de esclarecimiento que Iero realizaba.
Trabajé varios años, hasta que tuve que dejar por otras obligaciones. Pero mi tarea quedó en muy buenas manos, porque hacía tiempo dividía el horario con una gran amiga y compañera del IPA, Gisela Spínola. Vale la pena decir unas palabras sobre ella. Sabía y sabe muchísimo de judaísmo, y su trabajo futuro fue como profesora de Historia en el liceo Elbio Fernández. Hace pocos años realizó el curso sobre Shoá en Yad Vashem, y colabora con el Museo del Holocausto en Montevideo. El aporte de esclarecimiento que ha hecho con sus alumnos es invalorable.
El primer día en la imprenta -Coopegraf- me impresionó apenas entré. Iero en general llegaba más tarde, y tenía además la audición radial. Me recibió uno de los dueños, Carlos Pérez, un tipo muy inteligente, conciliador siempre, y que medía unos dos metros. Me llevó a recorrer todo. Era una casona antigua, en la esquina de Florida y Maldonado. El mantenimiento era mínimo, justo para que no se derrumbara. Tenían poco personal, en total ocho personas. Había salas con diferentes máquinas… todas anteriores al año 1900.
Quienes pasaban las notas lo hacían en plomo; es decir, cada renglón terminado era una barrita de plomo. En ese momento, el “viejo Luces”, un hombre culto que armaba las páginas de plomo, imprimía una página de prueba. Entonces uno la leía y corregía si había algún error en el texto.
Mi escritorio estaba a la izquierda de una de las máquinas, y el ruido complicaba la concentración. Pero así era y uno se acostumbra. Iero tenía su escritorio al otro lado de la máquina, y ahí escribía sus editoriales, seleccionaba fotos -que se mandaban hacer con una base de madera y una chapita metálica, y se insertaban manualmente entre las líneas del texto en plomo. Siempre que veía una película de vaqueros del oeste americano y aparecía la imprenta del pueblo, me sentía como en el trabajo. Las máquinas eran idénticas (o más modernas).
El mejor día de la semana era el miércoles por la tarde. El semanario se terminaba y era una satisfacción para todos. Iero compraba sándwiches y bebidas para los que participaban en su elaboración. En esas horas, alrededor de una mesa muy antigua -como todo en la imprenta- conversábamos libremente de lo que se nos ocurría. Y nos sentíamos aliviados por la tarea cumplida. Una linda época, con buenos recuerdos y mucho aprendizaje.