Sobre los 60 años de Semanario Hebreo
Los sesenta años del Semanario Hebreo resultan una buena ocasión para volver sobre un asunto que me desvela desde hace mucho tiempo. Hasta titulé, en el año 2005, un pequeño ensayo con ese desvelo: «La verdad y su ausencia». Con desánimo y pesimismo compruebo una y otra vez que aquel texto sigue teniendo una desgraciada pertinencia, como si nada hubiera cambiado.
Decía entonces que en el mundo la verdad falta de manera escandalosa. No se trata de buscar, encontrar y establecer verdades absolutas que restrinjan la libertad de los individuos, sino de evitar el cúmulo de deformaciones (y desinformaciones) que convierten a la noche en día y afectan la libertad de las sociedades. La verdad se ausenta del discurso, se evapora. Escasea más que el amor. Más que el agua y la piedad. Más que el pan.
No es un fenómeno nuevo, pero tampoco es tan antiguo. No es cierto que el predominio de la mentira sea tan viejo como el mundo. Hubo un tiempo en el que la verdad pugnó y ganó, y prevaleció. Se instaló en el seno de la vida social, de las familias y de la gente, y fue simple y rotunda: una siembra, un jarro de vino, una canción, aquella boda, el viaje, esos hijos. De ahí venimos, pero no sabemos hacia dónde vamos.
Hace pocos días el periodista español David Jiménez escribía en el NY Times que «la debilidad de la prensa española después de trece años de imparable crisis, donde las redacciones han sido diezmadas y las normas éticas condicionadas por la supervivencia, sitúa a sus medios entre los menos fiables del mundo». Y más adelante apuntaba que «la línea que separa a la prensa tradicional de los contaminadores de información nunca fue tan fina». Jiménez, quien nada tiene de radical o izquierdista, ventiló muchos trapos sucios del ecosistema periodístico español en su libro El Director, de 2019.
Es un fenómeno global, no solo de España. El caso de Donald Trump y los «hechos alternativos» de su prédica son un buen ejemplo. Y está el caso de Nicolás Maduro y la fantochada de su asamblea constituyente, o el caso del fraude inventado en las elecciones bolivianas de hace un año. Nadie puede vanagloriarse porque nadie está libre.
En general, las sociedades contemporáneas funcionan con una dosis de mentira cotidiana, una especie de sedante sin el cual nadie se siente del todo capaz de enfrentar la luz de cada día, sus angustias. El problema es que ese sedante es adictivo, y requiere cada mañana una dosis un poco más alta para funcionar: más mentira, menos verdad.
Los dirigentes políticos muestran en general poco apego a la verdad, y por culpa de ellos los ciudadanos suelen menospreciarla. También hay instituciones que funcionan de esa manera. Las universidades, por ejemplo. En muchas de ellas, en buena parte del mundo, hay porciones de mentira ―con la consiguiente ausencia de verdad― que han ganado terreno de forma dramática, con exclusiones, acomodos y fraudes a granel. Son miles las investigaciones en todos los ámbitos del conocimiento que han resultado ser gigantescas mentiras, en muchos casos apañadas por las propias autoridades académicas. No se trata de errores, sino de falsedades rotundas.
El mismo panorama se vive en el ámbito de las artes, las letras, el periodismo, el deporte y hasta en la gastronomía. Plagios, y plagios de plagios, conspiraciones y engaños, dinero por debajo de la mesa. Se han descubierto colecciones enteras en museos que eran falsas. El resultado no fue el descrédito sino la fama. Parece que la gente ama ese tipo de culebrones.
No he mencionado al Uruguay, ni a la sociedad uruguaya, ni a sus instituciones, ni sus actividades. Y no lo he hecho porque todos conocen, como yo conozco, episodios que reafirman cada una de las cosas arriba señaladas en el caso uruguayo en particular. En ese sentido, no nos apartamos de la norma: nuestro país y su gente actúa como casi todos los países y toda la gente de las sociedades civilizadas. La borrosa realidad ficticia nos calza como un guante.
Señalé al comienzo que el cumpleaños número sesenta del Semanario Hebreo era una buena ocasión para tocar este tema. Y lo es porque sostener una empresa periodística de este tipo, a contramano de la tentación generalizada y sin caer en el vicio de la mentira y el acomodo, constituye una proeza que sin duda ha de ser valorada y apreciada por la sociedad uruguaya y, en especial, por la comunidad judía. Las dosis habituales de falsedad y distorsión se dispensan en otros quioscos, y en cantidades generosas.